lunes, 12 de noviembre de 2018

TODOS MORIMOS

Hace 40 años ahora que yo estudiaba COU, es decir, Curso de Orientación Universitaria, lo que era el antiguo PREU. Ahora ya el COU ha desaparecido, aunque no la Selectividad.
Han pasado 40 años Dios mío. Me estoy volviendo un poco viejo. Pero eso no interesa en estos momentos, aunque a medida que avanza el tiempo estoy más cerca de la muerte. Y esto sí interesa en estos momentos.
En COU yo tenía un profesor de Filosofía que era también filósofo. En cierto modo todos somos un poco filósofos porque todos de alguna manera tenemos una concepción particular y privada de la existencia.
Este filósofo-profesor nos enseñó muchas cosas, entre otras el amor a la propia filosofía. Ya sabemos que la palabra filosofía significa amor al saber. En este caso hablo del amor a la filosofía.
El profesor nos enseñó lo que podía ser la vida según los filósofos. Para cada uno la vida era una cosa distinta. Por ejemplo para el filósofo pesimista por excelencia Schopenhauer el hombre es un ser para la nada. Después de la muerte no hay nada. No sólo muere el cuerpo, sino que no hay alma ninguna, ni paraísos terrenales, ni cielos ni infiernos. NADA. Como el título de la novela de Carmen Laforet.
Era muy discutible la concepción de la vida de Schopenhauer, pero hoy no estoy aquí para discutirlo.
Para Kierkegaard el hombre era un ser para la angustia. Sin duda esto es más demostrable. Todos padecemos alguna vez angustia. Todos sentimos que nos desgarramos, que echamos sangre por el alma, que nos desangramos como si fuéramos bestias descuartizadas en un matadero. La filosofía de Kierkeggard es, por así decirlo, más demostrable empíricamente.
Y así muchos otros filósofos. Todo un curso da para mucho.
Pero lo que a mí me importa de verdad en este artículo es lo que me dijo una vez este profesor. Me marcó para los 17 años que entonces tenía. Dijo: “La verdad es que todos morimos”. No dijo nada más. Dejó que yo, incipiente aprendiz de hombre, sacara mis propias conclusiones. Y durante estos 40 años que han pasado he ido sacando conclusiones de aquella enseñanza y las he llevado a mis libros, a mis artículos, a mis propias vivencias.
Mis padres, por ejemplo, han muerto. Lo sé. Es un hecho objetivo. Sus cuerpos se han ido corrompiendo lentamente en un cementerio. Ya sólo quedarán huesos. Pero ellos siguen vivos en mí, en mi memoria, en las fotografías, en los recuerdos de tantas cosas compartidas.
No sé si tienen alma. Y si la tienen, no sé qué ha sido de ellas. No sé si hay cielo e infierno. Y no sé si de haberlos han ido a un sitio o a otro. No tengo evidencia de nada respecto a otras cosas. Sólo sé como decía mi viejo profesor que todos morimos. Y ésa es una realidad absolutamente evidente, al margen de filosofías de una u otra naturaleza. Es el resumen de todas las filosofías: LA MUERTE.
No sé si es punto y final o es punto y seguido. No sé nada. Sólo puedo hacer conjeturas, tener mis propias teorías sobre el más acá y el más allá, especular. Sobre eso se construye en gran medida la filosofía: sobre especulaciones. Palabras y palabras. Sólo eso. Exprimir el pensamiento para darle sentido a todo esto que hacemos mientras estamos vivos. Exprimir el pensamiento hasta intentar dar con la tecla de cuál es el sentido final de todo cuanto hacemos. Pura filosofía. Pura mortalidad.
El hombre es un ser para la muerte. Pero esto no puede quedar así. No puede ser tan simple. No quiero creerlo. Tiene que haber algo más. Debe haber algo más. Quiero que haya algo más. DESEO que haya algo más.
Mi fe me dice que crea en el más allá. En que el hombre es un ser para la muerte y para un más allá de la muerte. No hay para mí una distinción tan clara entre la maldad y la bondad. No veo las cosas tan simples. No me gusta simplificar. Mi profesor hablaba de los peligros de la simplificación de conceptos. Y el concepto muerte es demasiado complejo como para reducirlo a una mera reflexión. Sobre la muerte se puede hablar tanto que un artículo como el mío sólo es un apunte de cuanto se puede hablar y escribir sobre ella.
La muerte es algo muy importante en la vida de un ser humano. Es el final de una etapa llamada vida. Pero no sé si hay otra vida. No tengo evidencias. Sólo puedo especular. Es decir, sólo puedo especular y llegar a todas las conclusiones que me apetezcan. O aplicar mi fe y decir que creo en Dios y que más allá de todo este teatro me espera una vida mejor. Pero no puedo demostrar nada. Puedo rezar, pero no sé a qué o a quién lo hago en realidad. No lo sé. Sólo sé que tengo que morir. Como decía mi profesor, todos morimos. Es lo único que podemos demostrar. No hace falta llamar a ningún forense que certifique magistralmente la evidencia más absoluta de todo: QUE TODO TIENE UN FIN.
Más allá de este fin desconozco si hay otra cosa. Pero mientras viva quiero sacarle el mayor partido a mi vida, a mis capacidades, a mis hipotéticos talentos. Quiero seguir escribiendo libros, que son evidencias, no simples especulaciones. Quiero seguir con mis novelas hasta que mis fuerzas aguanten y me aguanten mis lectores. Quiero vivir y escribir. En eso resumo mi vida. Y quiero amar, tener la sensación de que el amor nunca muere. Aunque muera como cualquier cosa que sentimos cuando morimos. La muerte es el final de los sentimientos, de las emociones, de los deseos, de los anhelos, de las aspiraciones, de las ambiciones, de las necesidades, de los porqués, de todo. Todos morimos. Y cuando morimos lo hacemos absolutamente. No a medias o poco a poco. Sino de forma absoluta. Existe un punto y final.
Para mí hay algo más. Yo rezo como he dicho recientemente en un artículo, pero la muerte es el final de muchas cosas al margen de que después de la muerte puedan existir otras. La muerte supone el final de demasiadas cosas y para las personas de fe supone también el principio de otras. Y no sabemos cuándo morimos, que es lo mejor de todo. Se sabe cuándo vamos a nacer casi con total exactitud. Pero nadie sabe cuándo va a morir exactamente y no me vale el ejemplo de los suicidas. Esos aniquilan la vida de manera cobarde. Hablo de la muerte muerte, de la muerte poderosa que aniquila todo atisbo de existencia y se traga todas las filosofías. Se traga la nada de Schopenhauer, la angustia de Kierkegaard, el existencialismo de Jean-Paul Sartre, la complejidad de Kant, el escepticismo de unos, el hedonismo de otros. La muerte es un chupón terrible que se lo traga todo como un inmenso desatascador que lo tragara todo con despiadada impiedad, valga el juego de palabras.
Mi artículo ni es negativo ni es positivo. No me gustan las categorías absolutas. Mi artículo constata la realidad de la muerte, harto indiscutible. Puede haber algo más allá de ella, algo indemostrable. No sé qué es la fe pero creo en ella. Pero sí sé qué es la muerte. Y creo en ella pero no me da la gana creerme que la muerte es la triunfadora. ¿Por qué demonios tiene que ser la muerte la triunfadora? ¿No tendrá la vida una carta guardada en la manga? ¿No habrá una estrategia desconocida que nos espere más allá de tanto tanatorio y tanta morgue?
Decía mi profesor y guardaba silencio después que todos morimos. Dejaba en el aire la frase como una terrible pregunta. Yo era sólo un muchacho de 17 años que anhelaba ser periodista y escritor y me dejó descolocado. No me he quitado de la cabeza esa frase. Era una manera de educar muy tremendista, como si hubiese sido creada por el mismísimo Camilo José Cela.
Creo que mi profesor, después de 40 años, habrá sucumbido a la muerte. Yo aún sigo vivo. Tengo 57 años. No sé cuándo me voy a morir. Sé que seguiré escribiendo y procurando hacer el mayor bien posible. Quiero a mi hijo. Me consta. Y quiero a más personas y siento que ese amor es real. Se han muerto muchas cosas en mi vida, pero no se ha muerto mi vida. Y no sé cuándo lo hará. No sé si es una victoria de la muerte o la carta en la manga de la vida. Ahora mismo me da igual. Voy a seguir rezando mientras viva. Y escribiré hasta que me quede una sola gota de tinta de máquina de escribir antigua. Esto sí puedo afirmarlo. Mientras el cuerpo aguante estoy aquí para todo. Salud y suerte.


José Cuadrado Morales

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