Hace 40 años ahora que yo
estudiaba COU, es decir, Curso de Orientación Universitaria, lo que
era el antiguo PREU. Ahora ya el COU ha desaparecido, aunque no la
Selectividad.
Han pasado 40 años Dios mío.
Me estoy volviendo un poco viejo. Pero eso no interesa en estos
momentos, aunque a medida que avanza el tiempo estoy más cerca de la
muerte. Y esto sí interesa en estos momentos.
En COU yo tenía un profesor
de Filosofía que era también filósofo. En cierto modo todos somos
un poco filósofos porque todos de alguna manera tenemos una
concepción particular y privada de la existencia.
Este filósofo-profesor nos
enseñó muchas cosas, entre otras el amor a la propia filosofía. Ya
sabemos que la palabra filosofía significa amor al saber. En este
caso hablo del amor a la filosofía.
El profesor nos enseñó lo
que podía ser la vida según los filósofos. Para cada uno la vida
era una cosa distinta. Por ejemplo para el filósofo pesimista por
excelencia Schopenhauer el hombre es un ser para la nada. Después de
la muerte no hay nada. No sólo muere el cuerpo, sino que no hay alma
ninguna, ni paraísos terrenales, ni cielos ni infiernos. NADA. Como
el título de la novela de Carmen Laforet.
Era muy discutible la
concepción de la vida de Schopenhauer, pero hoy no estoy aquí para
discutirlo.
Para Kierkegaard el hombre era
un ser para la angustia. Sin duda esto es más demostrable. Todos
padecemos alguna vez angustia. Todos sentimos que nos desgarramos,
que echamos sangre por el alma, que nos desangramos como si fuéramos
bestias descuartizadas en un matadero. La filosofía de Kierkeggard
es, por así decirlo, más demostrable empíricamente.
Pero lo que a mí me importa
de verdad en este artículo es lo que me dijo una vez este profesor.
Me marcó para los 17 años que entonces tenía. Dijo: “La verdad
es que todos morimos”. No dijo nada más. Dejó que yo, incipiente
aprendiz de hombre, sacara mis propias conclusiones. Y durante estos
40 años que han pasado he ido sacando conclusiones de aquella
enseñanza y las he llevado a mis libros, a mis artículos, a mis
propias vivencias.
Mis padres, por ejemplo, han
muerto. Lo sé. Es un hecho objetivo. Sus cuerpos se han ido
corrompiendo lentamente en un cementerio. Ya sólo quedarán huesos.
Pero ellos siguen vivos en mí, en mi memoria, en las fotografías,
en los recuerdos de tantas cosas compartidas.
No sé si tienen alma. Y si la
tienen, no sé qué ha sido de ellas. No sé si hay cielo e infierno.
Y no sé si de haberlos han ido a un sitio o a otro. No tengo
evidencia de nada respecto a otras cosas. Sólo sé como decía mi
viejo profesor que todos morimos. Y ésa es una realidad
absolutamente evidente, al margen de filosofías de una u otra
naturaleza. Es el resumen de todas las filosofías: LA MUERTE.
No sé si es punto y final o
es punto y seguido. No sé nada. Sólo puedo hacer conjeturas, tener
mis propias teorías sobre el más acá y el más allá, especular.
Sobre eso se construye en gran medida la filosofía: sobre
especulaciones. Palabras y palabras. Sólo eso. Exprimir el
pensamiento para darle sentido a todo esto que hacemos mientras
estamos vivos. Exprimir el pensamiento hasta intentar dar con la
tecla de cuál es el sentido final de todo cuanto hacemos. Pura
filosofía. Pura mortalidad.
El hombre es un ser para la
muerte. Pero esto no puede quedar así. No puede ser tan simple. No
quiero creerlo. Tiene que haber algo más. Debe haber algo más.
Quiero que haya algo más. DESEO que haya algo más.
Mi fe me dice que crea en el
más allá. En que el hombre es un ser para la muerte y para un más
allá de la muerte. No hay para mí una distinción tan clara entre
la maldad y la bondad. No veo las cosas tan simples. No me gusta
simplificar. Mi profesor hablaba de los peligros de la simplificación
de conceptos. Y el concepto muerte es demasiado complejo como para
reducirlo a una mera reflexión. Sobre la muerte se puede hablar
tanto que un artículo como el mío sólo es un apunte de cuanto se
puede hablar y escribir sobre ella.
La muerte es algo muy
importante en la vida de un ser humano. Es el final de una etapa
llamada vida. Pero no sé si hay otra vida. No tengo evidencias. Sólo
puedo especular. Es decir, sólo puedo especular y llegar a todas las
conclusiones que me apetezcan. O aplicar mi fe y decir que creo en
Dios y que más allá de todo este teatro me espera una vida mejor.
Pero no puedo demostrar nada. Puedo rezar, pero no sé a qué o a
quién lo hago en realidad. No lo sé. Sólo sé que tengo que morir.
Como decía mi profesor, todos morimos. Es lo único que podemos
demostrar. No hace falta llamar a ningún forense que certifique
magistralmente la evidencia más absoluta de todo: QUE TODO TIENE UN
FIN.
Más allá de este fin
desconozco si hay otra cosa. Pero mientras viva quiero sacarle el
mayor partido a mi vida, a mis capacidades, a mis hipotéticos
talentos. Quiero seguir escribiendo libros, que son evidencias, no
simples especulaciones. Quiero seguir con mis novelas hasta que mis
fuerzas aguanten y me aguanten mis lectores. Quiero vivir y escribir.
En eso resumo mi vida. Y quiero amar, tener la sensación de que el
amor nunca muere. Aunque muera como cualquier cosa que sentimos
cuando morimos. La muerte es el final de los sentimientos, de las
emociones, de los deseos, de los anhelos, de las aspiraciones, de las
ambiciones, de las necesidades, de los porqués, de todo. Todos
morimos. Y cuando morimos lo hacemos absolutamente. No a medias o
poco a poco. Sino de forma absoluta. Existe un punto y final.
Para mí hay algo más. Yo
rezo como he dicho recientemente en un artículo, pero la muerte es
el final de muchas cosas al margen de que después de la muerte
puedan existir otras. La muerte supone el final de demasiadas cosas y
para las personas de fe supone también el principio de otras. Y no
sabemos cuándo morimos, que es lo mejor de todo. Se sabe cuándo
vamos a nacer casi con total exactitud. Pero nadie sabe cuándo va a
morir exactamente y no me vale el ejemplo de los suicidas. Esos
aniquilan la vida de manera cobarde. Hablo de la muerte muerte, de la
muerte poderosa que aniquila todo atisbo de existencia y se traga
todas las filosofías. Se traga la nada de Schopenhauer, la angustia
de Kierkegaard, el existencialismo de Jean-Paul Sartre, la
complejidad de Kant, el escepticismo de unos, el hedonismo de otros.
La muerte es un chupón terrible que se lo traga todo como un inmenso
desatascador que lo tragara todo con despiadada impiedad, valga el
juego de palabras.
Mi artículo ni es negativo ni
es positivo. No me gustan las categorías absolutas. Mi artículo
constata la realidad de la muerte, harto indiscutible. Puede haber
algo más allá de ella, algo indemostrable. No sé qué es la fe
pero creo en ella. Pero sí sé qué es la muerte. Y creo en ella
pero no me da la gana creerme que la muerte es la triunfadora. ¿Por
qué demonios tiene que ser la muerte la triunfadora? ¿No tendrá la
vida una carta guardada en la manga? ¿No habrá una estrategia
desconocida que nos espere más allá de tanto tanatorio y tanta
morgue?
Decía mi profesor y guardaba
silencio después que todos morimos. Dejaba en el aire la frase como
una terrible pregunta. Yo era sólo un muchacho de 17 años que
anhelaba ser periodista y escritor y me dejó descolocado. No me he
quitado de la cabeza esa frase. Era una manera de educar muy
tremendista, como si hubiese sido creada por el mismísimo Camilo
José Cela.
Creo que mi profesor, después
de 40 años, habrá sucumbido a la muerte. Yo aún sigo vivo. Tengo
57 años. No sé cuándo me voy a morir. Sé que seguiré escribiendo
y procurando hacer el mayor bien posible. Quiero a mi hijo. Me
consta. Y quiero a más personas y siento que ese amor es real. Se
han muerto muchas cosas en mi vida, pero no se ha muerto mi vida. Y
no sé cuándo lo hará. No sé si es una victoria de la muerte o la
carta en la manga de la vida. Ahora mismo me da igual. Voy a seguir
rezando mientras viva. Y escribiré hasta que me quede una sola gota
de tinta de máquina de escribir antigua. Esto sí puedo afirmarlo.
Mientras el cuerpo aguante estoy aquí para todo. Salud y suerte.
José
Cuadrado Morales
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