Lo que más me impactó fueron unos versos que decoraban la estancia más sencilla. Eran estos: “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”. Me llegaron al alma por completo y me sacudieron vivamente. Lo comenté con mi hijo y él era de mi misma opinión. Era unos versos sencillos pero profundos, contenían toda la mística de Santa Teresa brevemente, en una síntesis maravillosa para que la gente normal la entendiera. Y la gente se quedaba impactada de esa sencillez, que hablaba también de la sencillez de la vida que ella llevó, austera, pero profundamente rica en vivencias por su relación con San Juan de la Cruz y las monjas en general.
Nada te turbe. Nada nos debe inquietar, debemos estar tranquilos ante la adversidad, impedir que nuestra alma se desmorone ante la más pequeña perforación de nuestra capacidad de resistencia en la vida. Nada te espante. Nada debe provocarnos miedo. Tenemos que seguir adelante siempre, por el camino recto y adecuado, con una fuerza de espíritu tremenda. Si es necesario usamos las fuerzas de flaqueza, ésas que están en la reserva de nuestra alma para los momentos más difíciles de nuestra existencia. Nada debe romper nuestro equilibrio interior. Debemos apoyarnos en él, que es tanto como decir apoyarnos en nosotros mismos, sin que la debilidad se cebe con nosotros.
Todo se pasa. Con paciencia todo transcurre. Nada permanece para siempre en nuestro taller del dolor. Todo pasa, como también decía poéticamente Antonio Machado, que todo lo nuestro es pasar. Pues Santa Teresa se adelantó a su tiempo y ya decía aquello de todo pasa, nada permanece y podemos sentirnos tranquilos de que ninguna desgracia se queda en nosotros para siempre. Podemos ser fuertes para superar cualquier adversidad que quiera arruinarnos nuestro equilibrio interior. Pasamos haciendo caminos sobre la mar, dejando huella en ese mar hondo e inmenso de la existencia. Debemos vivir una vida rica, lo más fructífera posible para dar cuentas a Dios en el momento del juicio final. Llegar ante Él con las manos cerradas, llenas de los talentos que nos dio al principio de nuestra existencia. Debemos vivir con la tranquilidad de que todo pasa y nada permanece para siempre. No hay dolor que no se pueda mitigar.
Dios no se muda. Él siempre permanece inmutable. Es lo único que siempre permanece igual y por eso es digno merecedor de nuestra confianza. Confiamos en él porque está siempre alerta a nuestras necesidades. Santa Teresa lo experimentó claramente en sus momentos de éxtasis, casos extremos de necesidad. Él siempre es digno de nuestra confianza porque nunca nos va a fallar. Es el amigo ideal. Él escucha nuestras oraciones y en ellas metemos todo lo que necesitamos de Él y nos lo concede. Él recorre siempre el camino de la vida con nosotros y nunca nos abandona.
La paciencia todo lo alcanza. Tener paciencia es poseer una de las mayores virtudes que se pueden tener. Paciencia para superar las adversidades, para esperar que el tiempo pase y cure nuestras heridas. Paciencia para ser comprensivos con todo, empezando por nosotros mismos que somos lo más importante para nosotros mismos. La paciencia es la madre de la ciencia, se suele decir. Es la madre de nuestra vida y debe ser la guía que nos conduzca por los mejores caminos.
Quien a Dios tiene nada le falta. Quien tiene a Dios posee el mayor tesoro posible. Es el amigo ideal que siempre está con nosotros y nunca nos falla aunque muchas veces nos desesperemos y creamos que nos ha fallado. Sencillamente nos pone a prueba y pone a prueba al mismo a nuestra fe. Ésta debe ser sólida para superar las crisis que como seres humanos corrientes sufrimos. La fe sólida nos da unas fuerzas tremendas para luchar y no caer en tentaciones vanas y banales.
Sólo Dios basta. Cuando todo el mundo nos falla Él está ahí, en el mismo lugar de nuestro corazón, haciendo bueno el principio de la ubicuidad. Él está en todas partes y nos acompaña siempre aunque no queramos. Es nuestro auténtico ángel de la guarda, nuestro protector, nuestro padre. A Él le dedico este artículo en el Día del Padre porque es el padre de todos nosotros y nosotros somos sus hijos, algunos heridos por el rayo de la mística como Santa Teresa, una hermana entre hermanas.
Valgan estos simples comentarios sobre los versos que de Santa Teresa vi en su casa natal en Ávila. Podría profundizar más, pero no es necesario para dejarnos penetrar por la fuerza de sus versos. Su sencillez es digna de la más grande de las poetas místicas. He querido acordarme de ella en este Día del Padre, yo que lo soy. Que siempre Dios esté con nosotros y no nos falle nunca. Eso espero y eso os deseo.
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