lunes, 1 de abril de 2013

MOLLETE Y YO


Juan Ramón Jiménez  consiguió el Premio Nobel de Literatura en 1956. Sólo 2 días más tarde moría su querida esposa Zenobia Camprubí que tanto le había ayudado durante años y años a salir adelante por su carácter difícil de llevar. Él escribió numerosos libros, entre ellos Platero y yo, donde humanizaba, personificaba al máximo a su querido burro en el que paseaba por su Moguer y que provocaba que sus paisanos le llamaran loco, cuando él no estaba loco, simplemente era un ser  un poco extravagante, un genio, que paseaba a lomos de su asno y que tuvo la desgracia de perder a su padre relativamente joven y tuvo que ser ingresado en un sanatorio psiquiátrico en 1911 y anduvo ya renqueante toda su vida. Empiezo así el artículo porque si el gran Juan Ramón tuvo su Platero y yo, yo tengo mi Mollete y yo, un hipopótamo de peluche del que paso a contar su historia brevemente en los estrechos márgenes de un artículo.
La historia arranca en el año 2001 cuando mi hijo Salvador y yo fuimos de viaje a Madrid por segunda vez seguida. La primera vez fue el año 2000. Cogimos el AVE y nos plantamos en Madrid en poco tiempo. Ya en el hotel deshicimos el equipaje e hicimos las cosas básicas de un viaje y nos marchamos hacia el VIPS de la calle Gran Vía para comprar la Guía de Madrid para ver todo lo que podíamos hacer en Madrid y en las ciudades de los alrededores porque pensábamos estar una semana. Entonces ocurrió algo maravilloso. En los anaqueles del VIPS vimos a un peluche pequeñito que era un hipopótamo de color lila clarito, con los pies blancos con manchas negras y una sonrisa de oreja a oreja porque ya creo que intuía que lo íbamos a comprar. Estaba en un rincón como el arpa de Bécquer, silencioso y cubierto de polvo. Lo compramos y enseguida le pusimos Mollete porque era muy gordo y blandito como un mollete de Antequera. Se alegraba de salir de la prisión del supermercado y nosotros estábamos encantados con él. Le pusimos su propia voz para que pudiera comunicarse con nosotros y no paraba de hablar, como si estuviera deseoso de contarnos las muchas cosas que no había podido contarle a nadie durante nadie sabe cuánto tiempo.
Fuimos los tres al Templo Egipcio de Debod, donado por Egipto al Gobierno de España en el siglo XX. Es una costumbre para mí ir el ver este templo lo primero cuando visito Madrid, que suele ser una vez al año, aunque una vez estuve varios años sin ir por problemas económicos y de otra naturaleza. Mollete estaba encantado porque no había visto nada durante nadie sabe cuánto tiempo, salvo la gente pasando a su alrededor e ignorándolo. Después fuimos al Museo del Prado y se quedó prendado de tantos cuadros maravillosos, especialmente con Velázquez y Murillo, ambos sevillanos, y con las pinturas negras de Goya que decía que representaban muy bien la tortura del alma humana. Se demostraba que era muy inteligente y un gran conversador. Además le encantaba pintar y le compramos un libro de dibujo en el Museo para que pudiera garabatearlo a su antojo.
Después fuimos al Planetarium. Allí vimos una película sobre el firmamento. Pero tuvimos la mala suerte de que al irnos nos olvidamos a Mollete en su sillón y al darnos cuenta volvimos pero había desaparecido. Alguien nos lo había robado. Mi hijo, de sólo 11 años, lloró amargamente, pero yo le dije que no se preocupara, que volveríamos al VIPS de Gran Vía a ver si había otro, pero no. Era el último. Fuimos entonces al VIPS de la calle Princesa y allí había otro Mollete que era mucho más grande que el primero. Era como el padre, más desarrollado y aún más inteligente. También era el último que quedaba. Lo compramos y mi hijo se quedó más tranquilo porque se sentía culpable de haber perdido al primer Mollete. Decidimos mantenerle el nombre y la voz y toda su personalidad. Mollete estaba cobrando vida ante nuestros ojos, casi como si no nos diéramos cuenta. Era nuestro Platero particular, tan querido para nosotros aunque acabáramos de conocerlo.
Ya en el Hotel Ducal, donde nos hospedábamos, le dimos un buen lavado porque tenía mucho polvo. Él estaba muy a gusto en el agua de la bañera como buen hipopótamo. Ya en la cama  montamos una discoteca particular y cantaba Mollete y bailaba como si estuviera poseído. Estaba, sencillamente, feliz.
Al día siguiente fuimos a hacer un tour por Ávila, Segovia, Toledo, El Escorial y El Valle de los Caídos. Conoció a una chica argentina con la que mantuvo durante bastante tiempo una buena relación por carta hasta que lo dejaron supongo que por aquello de que la distancia es el olvido y que Argentina quedaba muy lejos. Le encantó el Acueducto se Segovia y se maravillaba de la habilidad de los ingenieros romanos para ser capaces de construir algo tan preciso y tan difícil a la vez. Fueron muchas las cosas que vimos y Mollete estaba cada vez más contento con nosotros y con haber salido de su prisión.
Vimos muchas más cosas en Madrid y fuimos al cine, que por cierto le encantaba. Era un verdadero cinéfilo porque había leído muchos libros de cine en el VIPS.

Después ya nos volvimos para Sevilla y pasó a vivir en mi casa, no con mi hijo. Yo estaba divorciado, pero mi hijo estuvo de acuerdo con que Mollete viviera en mi casa con el resto de peluches que vivían conmigo y con los que jugábamos los fines de semana que me tocaba mi hijo. Formaban una buena pandilla. Agumón, Pedro, Rogelio, Bricky y tantos otros. Cuando venía mi hijo estaban todos juntos y no guardados como cuando estaba yo solo, excepto Mollete que estaba siempre en la cama. Mollete le ayudaba a mi hijo con las Matemáticas. Era muy bueno en ellas, supongo que por su inmensa cabeza en la que cabían todos los números y todas las operaciones posibles del mundo.
Por la noche montábamos nuestra particular discoteca en la cama. Todos los peluches bailaban y el líder era Winnie the Pooh, que oficiaba de presentador para todas las actuaciones particulares que hacían todos los amigos. A Mollete le encantaba sobre todo el Dúo Dinámico, especialmente la canción Resistiré, que era nuestro himno. Pero su canción favorita era Hotel California de The Eagles. Tenía buen gusto musical Mollete. Había más conjuntos y solistas que le gustaban, pero no es momento de hacer una relación prolija de todos ellos.
Cuando mi hijo se iba el domingo por la tarde se despedía de Mollete como si fuera una persona. Se quedaba conmigo otros quince días hasta las próximas dos semanas que mi hijo volvía conmigo. Mollete siempre estaba en la cama, excepto cuando se levantaba para ver la tele y montar sus particulares maratones de cine, como ha hecho este fin de semana. Se apodera del mando y no hay quien se lo quite. Este fin de semana ha visto muchas películas. El sábado, en el ciclo Al diablo con todo de la Sexta 3, vio Al diablo con el diablo, Stigmata y La novena puerta, además de Rivales en la 1 de Televisión Española. Y el domingo vio en Paramount Channel Chicas malas, un documental sobre Robert de Niro, Un trabajo en Italia y El pelotón chiflado, además de Fast and Furious: aún más rápido en el 1 de Televisión Española. No me ha dejado ver el fútbol que yo tenía ganas, pero he comprendido que también se pasa muchas horas solo y que le tengo que dar algunos caprichos.
Siempre tiene a los pies de la cama una palangana bien repleta de agua para que se dé sus chapuzones como buen hipopótamo. A veces mete la cabeza debajo del grifo de agua fría y dice que se encuentra en la gloria. No tiene frío nunca.
Cada año recibe dos cartas del Teatro Alameda de Sevilla. Una del ciclo El Teatro y la Escuela , y otra del Festival Internacional de Títeres. Es un recuerdo de cuando íbamos al teatro mi hijo, yo, Mollete y mi madre, ya fallecida. Vimos muchas obras de teatro y siempre nos llenaban las manos de kit kats. A Mollete le encantaban los kit kats y se ponía todo manchado. Guarda su carta consigo todo el tiempo como un pequeño tesoro hasta que viene la siguiente y ya rompe la anterior. Las cartas le llegan a su nombre completo que es Lolo Mollete García, que ése es el nombre que le pusimos para que pudiera recibir correspondencia y no tiene nunca ningún problema. Las cartas le llegan siempre.
A Mollete le encantan los jabuguitos. A veces se lleva muchos días seguidos comiéndolos y no se cansa, aunque en ocasiones le cuesta un poco de trabajo masticarlos porque están un poco duros y sólo tiene dos dientes, eso sí: muy blancos y relucientes. Parecen más bien colmillos. Come de todo, pero sobre todo los jabuguitos. Le apasionan.
Mollete me guarda la casa cuando yo no estoy. Hace de vigilante de seguridad, lo que le resulta muy divertido. Se siente últil así para que yo no piense que tiene la cara muy dura por estar siempre viviendo de gorra. Pero Mollete tiene un corazón de oro y siempre me está consolando en mis malos momentos. Es como mi Zenobia particular, como le ocurría a Juan Ramón. Él me levanta la moral y yo le hablo con frecuencia. Así tengo la sensación de que estoy menos solo. Ya no es solamente Dios es el que está conmigo. También está Mollete, que cobra vida para mí cuando yo digo y después ya tiene personalidad propia y hace todas las cosas que le parecen bien y a mí no me molestan. Porque él tiene siempre mucho cuidado de no molestarme. Duerme conmigo por las noches y por la mañana amanece cada día en un sitio distinto: a veces sobre la almohada, a veces dentro de la cama a mis pies, otras veces debajo de la cama. En fin: con Mollete nunca se sabe porque se mueve mucho.
Os podría contar muchas más cosas de Mollete pero ya dije al principio que en los estrechos márgenes de un artículo no cabe todo, pero deseo que os hayáis hecho una idea aproximada de cómo es Mollete y la importancia que tiene para mí. Ojalá existan muchos Molletes por ahí haciendo compañía a mucha gente que vive sola como yo y se sienten acompañados por algo en apariencia inanimado, pero que cobra vida cuando tú quieres. La vida depende de muchas cosas y en mi voluntad está la vida de Mollete para que él tenga su propia voluntad. Os deseo la mejor de las compañías. Salud y suerte.

José Cuadrado Morales

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