Éste es un artículo como el
de “Mi madre”, que no necesita guión previo porque está escrito por la propia
vida, por el cerebro, por las experiencias vividas y compartidas con mi padre.
Parece que fue ayer, pero han
pasado casi 23 años desde aquel 25 de octubre de 1992 cuando yo, la que
entonces era mi mujer y mi hijo de sólo 2 años fuimos a casa de mis padres a
visitarlos. Mi hijo guarda memoria de aquello, lo que me dice que tiene una
memoria afectiva muy grande, de la que me enorgullezco. Estábamos viendo un
partido de fútbol en el que participaba el Barcelona cuando mi padre se puso
muy mal y tuvimos que irnos para el Hospital Virgen Macarena.
Allí lo colocaron en un
carrito en un pasillo, como si fuera un mueble más, lo ataron a una máquina que
sólo marcaba ceros. Según mi cuñado eso significaba que mi padre tenía la
muerte clínica, que en cuanto lo desconectaran
de la máquina fallecería. Me dio un vuelco el corazón. Le preguntaron a
mi padre qué familiar quería que se quedara con él y mi padre me escogió a mí.
Nunca sabré por qué porque era absurdo preguntarle sus razones. El caso es que
yo me quedé con mi padre a solas. Era la última conversación de su vida, algo
que me marcó mucho.
Estaba de buen humor a pesar
de todo. Bromeaba con el pijama que le habían puesto porque decía que le hacía
muy erótico porque estaba muy despechugado. Me contó un chiste. Yo le agarraba
la mano constantemente. Creo que nunca había estado tan cerca físicamente de mi
padre como en aquella conversación, la última de su vida. Dedicada a mí. Nunca
se lo agradeceré bastante a mi padre. Y no sé lo que pensaron mi madre y mis
hermanas de ello. El caso es que yo fui el último en ver a mi padre con vida.
Efectivamente: cuando yo lo
dejé lo desconectaron de la máquina y murió. Mi cuñado nos informó de la mala
noticia y me causó un shock tremendo. Me quedé muy deprimido, pero feliz al
mismo tiempo porque había estado con mi padre poco antes de morir.
Lo llevaron el tanatorio.
Mucha gente pasó por allí: amigos porque entonces yo tenía por mi condición de
escritor muchas relaciones sociales, familiares, etc… Y en la iglesia hubo
mucha gente porque mi padre nunca hizo mal a nadie y conocía a mucha gente por
su carácter afable y su condición machadiana de hombre bueno.
Pero retrocedamos en el
tiempo: mi padre conoció a mi madre y estuvieron 12 años de novios. Entonces se
estilaban los noviazgos largos y con carabina. Allá donde iban los dos tenía
que ir una persona vigilando todo lo que hacían. Después se casaron el 18 de
abril de 1959 y estuvieron 33 años casados. Un matrimonio feliz a pesar de
todas las adversidades que tuvieron que pasar.
Se fueron de viaje de novios
a Asturias. Y decidieron quedarse a vivir allí. Antes de la boda mi madre le
lanzó un ultimátum a mi padre: “O el fútbol profesional o yo”. Mi padre era
futbolista profesional y abandonó su carrera para estar con mi madre. Pero en
Asturias mi madre tuvo que ceder para poder vivir y mi padre se enroló en las
filas del Ensidesa, un equipo puntero de entonces que hoy jugaría en la Segunda División, llamada Liga
Adelante. El fútbol era el medio de vida de mis padres.
Pero mis padres no contaban
con que mi padre se iba a poner malo de los nervios por culpa del clima tan
malo del norte y se tuvieron que volver para Sevilla en diciembre de 1959. En
febrero nacería mi hermana mayor, que por los pelos no es asturiana. Y por los
pelos yo no soy asturiano porque vine poco después.
En Sevilla mi padre trabajó
en otros dos oficios: pintor de brocha gorda y camarero. Como pintor trabajaba
por su cuenta en todo lo que le salía. Recuerdo cuando pintaba nuestra casa
cómo cantaba flamenco, una de sus pasiones. Cantaba divinamente y podría
haberse dedicado profesionalmente al cante, pero la enfermedad de nervios se lo
impedía. Eran otros tiempos y la enfermedad mental estaba más estigmatizada aún
que ahora. Yo veía a mi padre feliz cantando y me sentía feliz por ello, pero
no se lo manifestaba. Era muy cerrado en
la expresión de sentimientos con mi padre.
En cuanto a camarero trabajaba
para un tal Sr. D. Juan, que tenía dos bares: el Bar Sevilla en la calle
Marqués de Paradas y el Bar La alegría de San Marcos en la Plaza de San Marcos, ambos
de Sevilla capital. Aquí trabajaba como es lógico por cuenta ajena. Recuerdo
que el Bar La Alegría
estaba pegado a la capilla de la
Hermandad de Los Servitas, de la que mi padre me hizo hermano
con sólo 10 años cuando todavía no aceptaban a niños en la cofradía, pero le
hizo el favor un amigo de la
Hermandad que frecuentaba el bar. Llevo 43 años de Hermano.
Tengo el número 72 y me siento orgulloso de haber sido nazareno y costalero con
tan sólo 13 años del paso del Cristo de la Providencia y Nuestra
Señora de los Dolores. Mis padres también se sentían orgullosos de mí porque
invertía mi tiempo en cosas positivas.
Por sus problemas de nervios
mi padre estaba de baja una y otra vez , y mi madre tenía que dar la cara
continuamente ante el Sr. D. Juan. Se humillaba para que no despidieran a mi
padre. El dueño de los bares aguantó durante años los altibajos de mi padre
hasta que se hartó y lo despidió. Recuerdo que yo estuve en el acto de
conciliación. Le dieron una miseria de dinero y lo despidieron sin más. Recuerdo que odié al Sr. D. Juan cuando
despidió a mi padre y vi lo mal que éste se había quedado, pero no dije nada.
No había nada que hacer.
En los malos momentos mi
madre sacaba adelante a la familia: trabajaba en lo que fuera, vendiendo
pescado por las casas, sirviendo en varias casas, cosiendo para la calle, todo
lo que saliera y fuera honesto. Mi madre tenía un carácter muy fuerte que ya
expliqué en el artículo dedicado a ella.
Cuando echaron a mi padre del
trabajo no se arredró. Alquiló a un tío de mi madre una taberna y la llevó conmigo durante dos años.
Él trabajaba por la mañana y yo por las tardes. Abría también la tarde del
sábado y la mañana del domingo. Sólo cerrábamos lo domingos por la tarde, que
era un desierto la Plaza
de San Marcos. Me siento orgulloso de este trabajo de tabernero. Creo que es el
trabajo en el que más feliz me he sentido, y han sido muchos.
Llegó 1986 e hice las
Oposiciones a la Junta
de Andalucía como Auxiliar Administrativo. Las aprobé y conseguí la exclusiva:
trabajaba mañana y tarde, por lo que tuve que dejar la taberna. Mi padre
entonces la cerró porque no se encontraba con fuerzas de estar todo el día en
ella. Se dedicó entonces a vender papeletas y cupones hasta su muerte. Con eso
y su pensión por enfermedad fue tirando hasta el final de sus días. Mi madre
estuvo siempre a su lado.
Mi padre padecía de dipsomanía,
asociada fundamentalmente a la cerveza. La superó después de varios años
luchando con psicoterapia, pastillas y la ayuda de un neuropsiquiatra llamado
Jesús Romero, que sería el primer médico en verme a mí cuando yo caí malo de
los nervios. Ya estaba muy mayor y no se encontraba para muchos trotes.
También padecía de fugas
epilépticas, es decir, se iba de vez en cuando varios días a un sitio que sólo
él sabía y dejaba a mi madre con el corazón en un puño. Aparecía oliendo mal.
Normalmente se iba al río. Solía traerme un regalo, como para pedirme perdón
por hacerme daño al sufrir por no saber qué era de él durante los días que
estaba fugado. Yo veía su cara triste y apenas le demostraba afecto. Le daba un
golpe en la espalda de apoyo y poco más. Quizás le culpabilizaba por estar yo
malo de los nervios. Nunca lo sabré.
Los últimos años fueron los
más felices de su vida. Vendía sus papeletas y cupones y como yo trabajaba en la Junta de Andalucía tenía
dinero para pagarles a mis padres un viaje a Lanjarón todos los años para tomar
las aguas. Mi madre siempre me decía que mi padre disfrutaba enormemente. Murió
de una embolia a los 61 años, demasiado joven para morir.
Siempre tuve su apoyo a mi
trabajo de escritor. Yo en su ataúd le metí varios regalos que le acompañaran
en su viaje al otro mundo, entre ellos una carta donde le prometía que seguiría
adelante estuviera como estuviera. Y hasta ahora lo he cumplido. Y han pasado
casi 23 años…
Cuando gané el segundo premio
de la Institución Literaria
Noches del Baratillo mi padre se alegró mucho. Yo empecé a entrar en el
mundillo literario. En 1988 fundé mi propia tertulia, Alba de Mares. Mi padre
iba todos los martes a donde nos reuníamos, el bar El Rinconcillo, en la calle
Gerona de Sevilla. Él no salía nunca por las tardes salvo para ir a la tertulia
a estar conmigo. Siempre agradecí su apoyo incondicional y lo expreso aquí en
estas sinceras líneas.
Siempre que hacía actos
literarios (debates, mesas redondas, conferencias, recitales de poesía y un
largo etcétera) allí estaba él , sobre todo si eran en la Biblioteca Pública
antigua en la calle Alfonso XII de Sevilla. Nunca me faltó, insisto, el calor
literario de mi padre.
Y a él siempre le faltó mi
calor. Tengo una deuda de afecto con mi padre, exactamente igual que tengo una
deuda de afecto con mi madre. Tengo que pagarla en otro mundo, allí donde se
encuentran mis padres, juntos y felices.
Admiro a mi padre porque supo
superar las enfermedades. Supo superar el mono de las pastillas, como yo estoy
luchando ahora por superar la reducción de la medicación, uno de los propósitos
para el año 2015 que expliqué en mi artículo “Año nuevo, ¿vida nueva?”
Mi padre, de no haber estado
malo de los nervios, hubiera llegado a ser un futbolista conocido porque era un
excelente extremo izquierda de los de antes, de los del número 11. Marcaba casi
siempre varios goles por partido. Estaba entonces muy delgado. No le sobraban
kilos como me sobran a mí ahora.
También podría haber sido un
excelente cantaor de flamenco, pero los nervios truncaron sus aspiraciones.
Pero nunca se vino abajo del todo y luchó sin parar, dándome en silencio un
ejemplo a seguir en mi propia vida ahora que el que está malo de los nervios
soy yo.
Lo quiero mucho esté donde
esté y le doy las gracias por todo. Ya nos veremos algún día cuando yo fallezca
y podremos pagar todas las deudas. Salud y suerte.
José Cuadrado Morales