Yo estaba entrando en la adolescencia y él tenía 4 años más
por lo que ya cursaba estudios
secundarios, así que lo veía como a un adulto. Éramos vecinos. En mi casa siempre había bullicio
porque con mis 3 hermanos solíamos
discutir o reír a menudo. Él, hijo
único, mimado, solía venir a casa a buscar a mi hermano varón o compartir un
juego de brisca con la familia. A veces lo escuchaba tocar el piano y cantar,
practicando lecciones de solfeo, pues
integraba un coro juvenil. Otras veces me hacía reír con sus dotes
actorales, como cuando personificaba a Miguel Strogoff, que pese a recibir l00
disparos era capaz de cumplir su misión y entregar el correo al zar. Se especializaba en imitar personajes de libros
de aventuras o películas de acción. Esa era su mayor virtud: la facilidad con
que me arrancaba una sonrisa. Lo admiraba
por su innata simpatía, con la cual era imposible permanecer
impasible o estar triste.Durante un par de años se repitieron sus visitas a casa,
pero un día se mudó de barrio y así se cortó el contacto con mi primer amor
platónico. Recuerdo un día en que estábamos en la escalera y él me
dio un beso en la mejilla que me hizo ruborizar.
Pasó muchísimo tiempo sin vernos, pero un encargo de mi
hermano propició el reencuentro. Estaba igual, como si el tiempo se hubiera
congelado: la misma carita delgada, los ademanes nerviosos de sus manos y su
alegría permanente. Nos contamos las historias vividas en una década desde que nos
separamos y él confesó que yo le gustaba cuando jugábamos a las cartas, Fue el mejor piropo que recibí
en mi vida, porque él también me gustaba, pero por timidez lo guardé en
silencio.
Después las circunstancias nos volvieron a separar, pero el sabor dulce de su recuerdo me
acompaña hasta el día de hoy.
Rosa
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