Vivir supone con frecuencia mucho sufrimiento indeseado de muy variada etiología, desde un simple dolor de muelas hasta un cáncer, pasando por cualquiera de las múltiples enfermedades que nos acechan y destruyen, y los más variados síntomas que nos reducen, a veces, a una simple piltrafa que no sirve para nada. Pero existen otros dolores diferentes, aquellos que afectan al alma, al cerebro, al corazón, a los sentimientos, que son más difíciles de catalogar, pero que pueden ocasionar más daño que los dolores que afectan al cuerpo y que son más visibles y evidentes.
Los dolores del alma y del cerebro son más invisibles, están más escondidos, se revisten de una piel diferente a todo lo demás y que suele sufrirse en silencio, en soledad. La enfermedad mental sigue siendo un estigma para nuestra sociedad.
Está como prohibido el sufrimiento espiritual. El enfermo mental está estigmatizado, señalado por miles de dedos visibles e invisibles que lo apartan de la sociedad y lo introducen en una espiral autodestructiva cada vez mayor y que parece no tener fin.
Es muy peligroso confesar que se padece depresión o ansiedad. Y no digamos si se dice que la enfermedad mental que se padece es la esquizofrenia o algo peor. Entonces el estigma es mayor y el sufrimiento que genera es infinitamente más grande. No puede decirse que estás tomando medicinas para los nervios, que llevas un pastillero encima para que no se te pase ninguna toma porque si lo confiesas pareces un drogadicto, alguien que no puede vivir sin química. En silencio el dolor se agiganta y parece no tener fin. El enfermo, entonces, recurre a centros como la Unidad de Rehabilitación de Salud Mental del Hospital Macarena para la que estoy escribiendo este artículo donde no eres un extraño porque estás entre hermanos de angustia, gente que está harta de sentir un
puñal epigástrico asesino y deseosa de gritar a los cuatro vientos que somos enfermos normales, que bastante castigo es tener ya la enfermedad como para tener que pedir perdón por padecerla.
A eso estamos obligados los enfermos mentales: a pedir perdón por estar mal, a justificar que no somos peligrosos, que la psicosis no hace daño sino a uno mismo y a nadie más. Es difícil buscar pareja cuando se padece una enfermedad mental. Damos miedo por nuestra sintomatología, nuestro andar pausado como si fuéramos zombis, gente inútil, espectros en la niebla del universo espiritual más
amargo. Damos pena encima porque no comprenden cuánto se sufre cuando tenemos ganas de llorar y no podemos porque el pecho está tan oprimido que ni siquiera las lágrimas pueden salir del interior de nuestros corazones. Damos asco porque parece que en la sociedad simplemente tenemos el papel de parásitos que causan una escabechina a la Seguridad Social porque cobramos pensiones
que parece que no nos merecemos cuando muchos, como yo, hemos cotizado una serie de años y tenemos derecho a una pensión contributiva. Y los que no, derecho a una pensión no contributiva porque aparte de comer espiritualmente tenemos derecho al alimento del cuerpo. Bastantes fuerzas de flaqueza tenemos que sacar diariamente para sobrevivir, a veces casi arrastrándonos, sin aliento.
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