Es una tarde lluviosa de abril y suena la música de
la lluvia en los cristales. Pienso en la música y pongo la radio y escucho una
primera canción: “No more tears”, es decir, literalmente “No más lágrimas”.
Estoy escribiendo y dejo de escribir para pensar en ese título y en el
contenido de la canción que más o menos entiendo y me solidarizo con el
cantante: no más lágrimas, me cansé de las lágrimas hace mucho tiempo y decidí
dejar de llorar porque las lágrimas no me llevaban a ninguna parte y sólo
conseguía sufrir más, desgastarme interiormente, deshacerme por completo.
Recordé entonces los tiempos pasados en los que yo
lloraba mucho y me resistí a creer lo que decía el poeta sobre que cualquier
tiempo pasado fue mejor. Para mí no desde luego. Ese pasado fue una época en la
que yo lloraba una barbaridad, a veces por nimiedades, por pequeñas cosas, y en
ocasiones por razones verdaderamente importantes. Pero eran lágrimas que me
consumían, que me reducían a nada, que me convertían en un cobarde, en alguien
incapaz de afrontar las situaciones “normales” por las que uno tiene que pasar
por la vida.
Recuerdo que lloré mucho por mi divorcio. ¿Y qué
conseguí con tantas lágrimas? Nada. Seguramente alegrarle la vida a mi ex y a
mis enemigos por verme tan hecho polvo y tan debilitado para hacer frente a la
adversidad. Bebía entonces mucho y no me daba cuenta de que me estaba haciendo
mucho daño. No fue hasta que me hicieron una prueba un día que me ingresaron en
observación en el Hospital Virgen Macarena, cuando me dijo el doctor que tenía
algo en el hígado y que si seguía bebiendo no duraría mucho. Fue un día 14 de
febrero cuando dejé de beber. Me tomé la última copa de anís de mi vida y no he
vuelto a probar el alcohol. Y por
supuesto dejé de llorar por mi divorcio. Lo esencial, ahora, hoy, lo tengo: una
buena relación con mi hijo y una relación administrativa positiva con mi ex.
Lloré mucho por mi hijo. Tenía sólo dos años cuando
mi ex y yo nos divorciamos. Yo pensaba que podría crecer traumatizado por la
separación y me volqué con él. La madre
también hizo bien su trabajo. Hoy mi hijo es un chico de casi 27 años equilibrado que tiene dos carreras y prepara
oposiciones para juez. ¿De qué me sirvió entonces llorar tanto? De nada. Ni
siquiera de desahogo porque después de unas lágrimas venían otras y al final
nunca dejaba de llorar.
Lloré por la muerte de mi padre, que aconteció dos
meses antes de mi separación. Introduje en el ataúd de mi padre una carta con
la promesa de que saldría adelante, de que seguiría siendo escritor, de que
sería fuerte. No servían las lágrimas de nada. Además: yo sabía que iba a un
lugar mejor, donde iba a estar mucho más feliz que aquí, en este parcialmente
bien llamado valle de lágrimas. He cumplido las promesas que le hice a mi
padre. Este año se cumplen 25 de su fallecimiento y yo sigo entero y he
superado la adicción a las lágrimas. No más lágrimas, por favor.
He llorado mucho estos últimos años por desengaños
amorosos. He sufrido cada abandono como una despedida de la vida y no he podido
resistir el llorar. ¿Para qué? Para disfrute del enemigo, para que éste observe
cómo yo me baño en fango y autocompasión. No quiero más lágrimas. Si hay una
ruptura hay más amores. Siempre otros llegarán porque el mundo está lleno de
personas y en alguna depositaré mis sentimientos cuando las circunstancias lo
propicien.
Recuerdo perfectamente cuándo lloré por última vez:
el día en que murió mi madre, el 21 de enero de 2009. Coincidió con una ruptura
amorosa y las lágrimas bajaban de mis ojos con incisiva intensidad. Mi madre
viajaba al mismo lugar maravilloso donde ya mi padre llevaba unos años y la
ruptura amorosa era una más en mi larga trayectoria sentimental. ¿Para qué las
lágrimas? Para nada. No más lágrimas, por favor. No more tears.
Me ingresaron entonces por primera y última vez en la Unidad de Psiquiatría del
Hospital Universitario Virgen Macarena. Por los dos motivos mencionados. Yo me
encontraba fatal. Además no tomaba medicación porque me daban miedo los efectos
secundarios. Allí me convencí (y me convenció el doctor) de que tenía que tomar
medicamentos si quería dejar de llorar. Y así empecé un tratamiento, que en
gran medida continúa y que me ha servido para lograr mi gran objetivo: DEJAR DE
LLORAR. NO MÁS LÁGRIMAS. NO MORE TEARS.
Estuve en el Hospital algo más de dos semanas y fue
una experiencia lo suficientemente frustrante como para no volver otra vez.
Tenía que luchar más por mí mismo. Y éste es el gran mensaje de este sincero
artículo: hay que mirar por uno mismo y no concederle tanto terreno a las
lágrimas que muchas veces no dan sino la impresión de un victimismo decadente y
miserable.
Salí del Hospital con la clara convicción de que de
mis ojos no saldrían nuevamente lágrimas y con muchas decisiones tomadas. El
tiempo de ingreso me sirvió de reflexión porque allí era casi lo único que se
podía hacer: meditar. Meditar y dormir, supongo que las dos cosas que yo más
necesitaba. Desde aquí le doy las gracias al doctor que me atendió (cuyo nombre
no recuerdo ahora) y que me señaló el camino de la medicación para dejar de
llorar.
No he vuelto a llorar desde ese día. Es decir:
llevo más de ocho años sin llorar y eso para mí es la mayor victoria de mi
vida. Y he tenido ganas, el impulso, pero las medicinas me lo han impedido y
les doy mil gracias. He superado los efectos secundarios y me he adaptado a
ellas con fuerza y poderío.
A veces me emociono por algo, me siento feliz
cuando hago el amor con la mujer que yo me sé y que es mi cómplice en este
universo lacrimoso, me estremezco por una buena película (cada vez menos por el
cine que se hace o el cine que nos llega y quieren que veamos), sufro por la
esclerosis múltiple de mi hermana pequeña, etc… Pero no llego a las lágrimas.
No me permito llorar. No quiere permitirme ser más débil.
Esto para mí es una VICTORIA.
Por eso canto la canción No more tears, No más
lágrimas, en ese día de abril lluvioso que parece por la lluvia que quiere
llorar por mí. Yo se lo permito, pero no me permito a mí mismo llorar más.
Igual podría cantar otra canción que también ha
sonado en esa tarde del mes de abril: “No more lonely nights”, es decir, “No
más noches solitarias”, de Paul McArtney, el ex de Los Beatles. Ya no siento
mis noches solitarias, aunque a veces tengo atisbos de soledad (de día y de
noche, que la soledad no es exclusiva de la nocturnidad). Tengo a Dios y me
tengo a mí mismo. Y de vez en cuando a esa amiga especial que me acompaña y
ofrece todo su cariño y más. Amo mi soledad para escribir, pensar, ver la
televisión, ir al cine y un montón de cosas más. Ahora que viene la Feria de Sevilla iré un día
SOLO y me lo pasaré muy bien almorzando allí, montándome en unos cuantos
cacharritos, jugando en la tómbola, jugando a los patitos, tomándome un buen
gofre con nata y chocolate, etc… Y no necesito a nadie para divertirme. Y esto
no quiere decir que no necesite de nadie. En absoluto. Tengo buenos amigos,
muchos de ellos de la Ura
y soy feliz con ellos. Pero no puedo permitirme no ser feliz conmigo mismo como
hacía cuando lloraba tanto.
He descubierto los placeres de tenerse a uno mismo.
Son inagotables, lo cual no quiere decir que no eche de menos en momentos
puntuales a alguien que viva conmigo, o a un persona con quien conversar o
compartir lo que sea, o cocinar para otra persona además de para mí y muchas
otras situaciones como se plantean en la vida cotidiana. Uno mismo no debe
fallarse nunca y si lo hace aplicar frases con fuerza de solidaridad como: NO
TODO DEBE SER PERFECTO O AUTOESTIMA Y FLEXIBILIDAD. Es muy importante ser flexible
con uno mismo para poder aceptar los errores que cometemos en la vida diaria.
Uno es el más directo beneficiario de todo lo bueno
que hace. Una buena amiga, que fue novia en su momento por poco tiempo por
desgracia porque la dejé para irme con la que sería mi esposa que luego me
abandonó, me dedicó un libro con la siguiente frase: “Quien canta es el primero
en recibir los beneficios de su canción”. Pocas frases como ésta me han ayudado
tanto en la vida. La aplico en los momentos duros cuando logro salir a flote y
me siento reconfortado. Entonces me doy cuenta de que yo soy el primero en
recibir los beneficios de las cosas buenas que me ocurren.
Recuerdo ahora algo que escribí hace poco al
criticar la película “ Moonlight”,
ganadora del óscar a la mejor película este año. Me llamaron la atención sobre
todo dos escenas. Ahora me refiero sobre todo a una de ellas en la que el
protagonista le dice a su íntimo amigo: “He llorado tanto que creía que me iba
a convertir en agua”. Él se da cuenta a tiempo de que tiene que dejar de llorar
y ser más fuerte. Y lo hace. Se muscula, coge fuerza interior y se convierte en
otra persona, sin perder su condición de homosexual, que es lo que más
problemas le generaba.
Recuerdo ahora también que escribo este artículo
dos películas que he revisitado recientemente: “No es bueno que el hombre esté
solo” de Pedro Olea, protagonizada por José Luis López Vázquez, y “Tamaño
Natural” de Luis García Berlanga, protagonizada por Michel Piccoli. Ambas
películas plantean lo mismo: la relación de pareja estable entre un hombre y
una muñeca de tamaño natural como dice el título del psicalíptico director de
cine ya fallecido. No la defiendo, pero me parece una forma positiva como otra
cualquiera de combatir la soledad y de evitarse las lágrimas que suponen muchas
veces las relaciones de pareja. No diré los finales de las películas por si
tenéis la ocasión de verlas, pero ambas son muy recomendables.
Recuerdo ahora también un poema corto de mi libro
“Micropoemas” publicado en 2006: “Ni una lágrima/merece la pena;/ los ríos
llevan tanta agua/que nadie la aprecia”. Efectivamente: los ríos llevan mucha
agua, más o menos según su caudal, y nadie la aprecia por considerarlo algo
sencillamente natural. Sólo se nota su ausencia en épocas de sequía, es decir,
cuando no se tiene agua suficiente. Y los versos que más destaco son los dos
primeros: la innecesidad de las lágrimas. Siempre hablo del exceso de llanto,
no de un llorar pequeño que sirva de simple y necesario desahogo. No hay que
ser extremista y decir: pues no lloro nunca y en ningún momento. No. No se
trata de eso. Se trata de no llorar demasiado, no vaciarse en lágrimas y sufrir
horrores. Hay que mirar por uno mismo porque si no lo hacemos, ¿quién lo hará?
¿A quién le importaremos más que a nosotros mismos? La respuesta es rotunda
para mí: a nadie.
En fin: creo que mereció la pena ese día de abril
lluvioso poner la radio y escuchar No more tears. No sólo me inspiró este
artículo sino que me reforzó mis propias convicciones sobre las lágrimas y todo
lo que significa el sufrimiento. Yo quisiera ser fuerte siempre, pero no puedo.
Muchas veces me siento mal y me cuesta tirar hacia delante. Pero con más o
menos esfuerzo lo consigo y puedo cantar victoria. Pues de eso se trata: de
vencer día a día, esas pequeñas batallas que conforman la gran guerra de la
vida. Salud y suerte.
José Cuadrado Morales