Yo vivo en la misma casa desde
hace 26 años, desde 1992, un año muy simbólico por todos los
acontecimientos que tuvieron lugar en él. Acontecimientos que no
pude saborear por culpa de mi enfermedad que estaba en un momento
crítico. Me hacía sufrir horrores y no pude disfrutar cuanto
hubiera querido.
Me cambié de casa en 1992 y
ya no me he vuelto a mudar. En ella he vivido toda clase de
acontecimientos. Ahora me quiero referir a los que tienen que ver con
la enfermedad, que es lo que tiene más importancia para el blog de
la Ura.
Durante mis años de
depresión, ya superada, pasaba muchos días enteros metidos en la
cama. Mi casa era una prisión, una celda aún más pequeña donde me
sentía prisionero, un ser impotente para escapar de sus dificultades
diarias. Todo era un mundo. Cualquier pequeño detalle se convertía
en inmenso. Y mi casa me provocaba una asfixia tremenda que me
impedía casi por completo disfrutar de ella. Vivía en mi casa como
podría vivir en cualquier otro sitio porque mi casa era sinónimo de
sufrimiento, de padecimiento, de decadencia.
Mi casa no tenía para mí
nada singular. Era un infierno. Me levantaba de la cama sólo para
hacer mis necesidades y para comer algo, poco, de vez en cuando. Mi
casa era la cama, el cuarto de baño y el frigorífico. No podía
escapar de la rutina. Todo estaba desordenado. Tenía la casa
abandonada. Acumulaba basura como si tuviera el síndrome de
Diógenes. A veces no podía ni caminar de tantos trastos como tenía
y en ocasiones la mesa de camilla estaba tan llena de porquería que
me avergonzaba, pero el dolor era mayor que la vergüenza.
Era preso y no sabía cómo
escapar. No tomaba medicación. No quería. Me negaba rotundamente.
Hasta que llegó el momento en que empecé a tomar medicación y me
puse mejor. Y empecé a salir de la cama, a limpiar mi casa, a
ponerla ordenada, a vivir en definitiva en ella y no considerarla
sólo un calabozo.
Salí del calabozo con mucho
esfuerzo. La calle me resultaba extraña del tiempo que había
permanecido encerrado en mi casa. Me sentía extraño entre la gente
y me costaba mucho trabajo comunicarme con los demás y hacer las
cosas más sencillas.
Me había atrofiado en la cama
de tanto tiempo metido en ella. El edredón se había vuelto viejo de
tanto usarlo. Había sido un esclavo de la enfermedad y me había
dejado manipular claramente por ella.
Empecé a relacionarme de
nuevo. Y también tuve que empezar a relacionarme con mi casa de una
manera distinta. Ya no la veía como una cárcel, sino como mi sitio
para vivir, para estar en el mundo, para escribir mis libros, para
lavarme, para comer, para hacer muchas cosas ademas de aprisionarme
en la cama y ser su esclavo.
Limpié hasta que puse mi casa
muy bonita, pero me vine abajo de nuevo, aunque no con la misma
intensidad, y se puso otra vez sucia. El suelo se puso negro de tanto
pasar la fregona con la misma agua sucia. No cambiaba el agua. Sentía
una pereza infinita. Me costaba un mundo hacer cualquier cosa por
pequeña que fuera. Y poco a poco dejé que mi casa se volviera otra
vez un estercolero, pero no por depresión , sino por dejadez, por
abatimiento, por pereza. Simple y llana pereza, y un poco de
sinsentido de la propia existencia.
Así pasaron varios años. Yo
nunca dejé de escribir, pero no cuidaba mi casa. Comía sobre una
silla para no tener que poner nunca la mesa. Colocaba en la silla un
trapo y hacía de mantel y así era todo más rápido. Era la pereza
que me comía, que se lo tragaba todo, que no me dejaba vivir en
libertad y cuidar mi casa que cada vez estaba peor.
Hasta que llegó un día que
me harté y dije basta. No puedo continuar así. No puedo vivir en
una casa sucia, no puedo sentarme en un sillón que cada vez tiene
los reposabrazos más negros de tanto sentarme sin limpiarlo.
Acordé conmigo mismo hacer
una limpieza general de mi casa habitación por habitación. Empecé
por las que estaban peor: la cocina y el cuarto de baño. La cocina
estaba fatal. La hornilla daba pena verla, por no decir asco. El
suelo acumulaba mierda de muchos años. Lo mismo el suelo del cuarto
de baño. Y las paredes.
Contraté a una persona, un
hombre concretamente, para que me ayudara porque no podía con tanto
trabajo. Necesitaba un profesional. No diré su nombre. Se tomó muy
a pecho su trabajo y no me cobraba mucho, sólo 7 euros por hora. Iba
tres horas cada martes y poco a poco fue cambiando mi casa de arriba
abajo. Limpiaba muy bien. Yo le surtía de todas las cosas que
necesitaba, de todos los productos que eran necesarios para hacer una
limpieza completa.
Trabajaba duro. Quería hacer
las cosas solo. No quería que yo le ayudase. Estaba las tres horas
trabajando como un stajanovista. No paraba en ningún momento. Nunca
tomaba nada aunque siempre le ofrecía algo de beber. Tenía las
cosas que me dijo que le gustaban, pero nunca tomó nada. No lo
entiendo. Era un gran profesional que se tomaba muy en serio su
trabajo.
Un día me confesó que le
gustaba limpiar. Que lo suyo no era un trabajo por necesidad, sino
por placer. Le gustaba limpiar. Increíble para mí que me había
pasado tantos años en la cama sin limpiar nada. Para mi familia que
yo limpiaba, pero la realidad era que yo no hacía nada. Parasitaba
en la cama como cualquier chinchorro.
La casa fue tomando la forma
que tenía cuando la cuidaba. Se veía el suelo muy limpio,
reluciente. Él siempre me decía que mantuviera limpio lo que él
limpiaba. Que no lo dejara, que no me volviera a abandonar para
evitar que se acumulara de nuevo la mierda. Nos llevábamos muy bien,
nos compenetrábamos.
Yo entraba ahora en mi casa
con más alegría, lo veía todo limpio y me sentí muy dichoso. Mi
sillón parecía nuevo, recién estrenado. Y así toda la casa. No
tenía depresión, sólo bajones normales que puede tener cualquier
persona. Nadie está libre de un momento de tristeza o abatimiento.
Pero la depresión es una cosa más seria.
Mi problema ahora es otro como
ya saben mis lectores habituales. Pero no la depresión. Tomo mi
tratamiento desde hace años y he mejorado sustancialmente. De mi
problema actual no estoy bien y me cuesta mucho trabajo superarlo,
pero por lo menos mi casa ya no es una prisión. Mi cama ya no es un
jergón donde tirarme días y días sin hacer nada, sólo vegetando y
viendo pasar la vida como si yo fuera un inútil, un ser incapaz de
nada.
Mi casa me ha costado mucho.
15 años pagando una hipoteca. Terminé de pagarla en 2007. El banco
me cobró muchos intereses que me cabreaban, pero no tenía más
remedio. El divorcio me había obligado a buscar otro lugar para
vivir. Circunstancias de la vida que hoy están superadas. Es cierto
que el tiempo cura siempre las heridas por dolorosas que puedan
parecer.
Todo es cuestión de tiempo.
Mi casa también. Hoy es un lugar que puedo enseñar con orgullo. Me
lo he currado y he pasado mucho. Pero he conseguido volver a la
limpieza de antaño y me siento orgulloso de mí mismo.
Es bonito sentirse orgulloso
de uno mismo. Bastantes veces he caído en la falta de autoestima.
Justo es reconocer ahora mis méritos por haber recuperado mi casa
para vivir, para mucho más que dormir.
Bienvenidas sean las segundas
oportunidades. Yo le he dado una segunda oportunidad a mi casa, es
decir, me he dado una segunda oportunidad a mí mismo. Hay que saber
luchar. Luchar es vivir, pero vivir no sólo es lucha. Es muchas
otras cosas más. Por ejemplo: disfrutar de mi casa. Me siento feliz.
Salud y suerte.
José
Cuadrado Morales
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