martes, 30 de octubre de 2018

MI CASA

Yo vivo en la misma casa desde hace 26 años, desde 1992, un año muy simbólico por todos los acontecimientos que tuvieron lugar en él. Acontecimientos que no pude saborear por culpa de mi enfermedad que estaba en un momento crítico. Me hacía sufrir horrores y no pude disfrutar cuanto hubiera querido.
Me cambié de casa en 1992 y ya no me he vuelto a mudar. En ella he vivido toda clase de acontecimientos. Ahora me quiero referir a los que tienen que ver con la enfermedad, que es lo que tiene más importancia para el blog de la Ura.
Durante mis años de depresión, ya superada, pasaba muchos días enteros metidos en la cama. Mi casa era una prisión, una celda aún más pequeña donde me sentía prisionero, un ser impotente para escapar de sus dificultades diarias. Todo era un mundo. Cualquier pequeño detalle se convertía en inmenso. Y mi casa me provocaba una asfixia tremenda que me impedía casi por completo disfrutar de ella. Vivía en mi casa como podría vivir en cualquier otro sitio porque mi casa era sinónimo de sufrimiento, de padecimiento, de decadencia.
Mi casa no tenía para mí nada singular. Era un infierno. Me levantaba de la cama sólo para hacer mis necesidades y para comer algo, poco, de vez en cuando. Mi casa era la cama, el cuarto de baño y el frigorífico. No podía escapar de la rutina. Todo estaba desordenado. Tenía la casa abandonada. Acumulaba basura como si tuviera el síndrome de Diógenes. A veces no podía ni caminar de tantos trastos como tenía y en ocasiones la mesa de camilla estaba tan llena de porquería que me avergonzaba, pero el dolor era mayor que la vergüenza.

Era preso y no sabía cómo escapar. No tomaba medicación. No quería. Me negaba rotundamente. Hasta que llegó el momento en que empecé a tomar medicación y me puse mejor. Y empecé a salir de la cama, a limpiar mi casa, a ponerla ordenada, a vivir en definitiva en ella y no considerarla sólo un calabozo.
Salí del calabozo con mucho esfuerzo. La calle me resultaba extraña del tiempo que había permanecido encerrado en mi casa. Me sentía extraño entre la gente y me costaba mucho trabajo comunicarme con los demás y hacer las cosas más sencillas.
Me había atrofiado en la cama de tanto tiempo metido en ella. El edredón se había vuelto viejo de tanto usarlo. Había sido un esclavo de la enfermedad y me había dejado manipular claramente por ella.
Empecé a relacionarme de nuevo. Y también tuve que empezar a relacionarme con mi casa de una manera distinta. Ya no la veía como una cárcel, sino como mi sitio para vivir, para estar en el mundo, para escribir mis libros, para lavarme, para comer, para hacer muchas cosas ademas de aprisionarme en la cama y ser su esclavo.
Limpié hasta que puse mi casa muy bonita, pero me vine abajo de nuevo, aunque no con la misma intensidad, y se puso otra vez sucia. El suelo se puso negro de tanto pasar la fregona con la misma agua sucia. No cambiaba el agua. Sentía una pereza infinita. Me costaba un mundo hacer cualquier cosa por pequeña que fuera. Y poco a poco dejé que mi casa se volviera otra vez un estercolero, pero no por depresión , sino por dejadez, por abatimiento, por pereza. Simple y llana pereza, y un poco de sinsentido de la propia existencia.

Así pasaron varios años. Yo nunca dejé de escribir, pero no cuidaba mi casa. Comía sobre una silla para no tener que poner nunca la mesa. Colocaba en la silla un trapo y hacía de mantel y así era todo más rápido. Era la pereza que me comía, que se lo tragaba todo, que no me dejaba vivir en libertad y cuidar mi casa que cada vez estaba peor.
Hasta que llegó un día que me harté y dije basta. No puedo continuar así. No puedo vivir en una casa sucia, no puedo sentarme en un sillón que cada vez tiene los reposabrazos más negros de tanto sentarme sin limpiarlo.
Acordé conmigo mismo hacer una limpieza general de mi casa habitación por habitación. Empecé por las que estaban peor: la cocina y el cuarto de baño. La cocina estaba fatal. La hornilla daba pena verla, por no decir asco. El suelo acumulaba mierda de muchos años. Lo mismo el suelo del cuarto de baño. Y las paredes.
Contraté a una persona, un hombre concretamente, para que me ayudara porque no podía con tanto trabajo. Necesitaba un profesional. No diré su nombre. Se tomó muy a pecho su trabajo y no me cobraba mucho, sólo 7 euros por hora. Iba tres horas cada martes y poco a poco fue cambiando mi casa de arriba abajo. Limpiaba muy bien. Yo le surtía de todas las cosas que necesitaba, de todos los productos que eran necesarios para hacer una limpieza completa.
Trabajaba duro. Quería hacer las cosas solo. No quería que yo le ayudase. Estaba las tres horas trabajando como un stajanovista. No paraba en ningún momento. Nunca tomaba nada aunque siempre le ofrecía algo de beber. Tenía las cosas que me dijo que le gustaban, pero nunca tomó nada. No lo entiendo. Era un gran profesional que se tomaba muy en serio su trabajo.
Un día me confesó que le gustaba limpiar. Que lo suyo no era un trabajo por necesidad, sino por placer. Le gustaba limpiar. Increíble para mí que me había pasado tantos años en la cama sin limpiar nada. Para mi familia que yo limpiaba, pero la realidad era que yo no hacía nada. Parasitaba en la cama como cualquier chinchorro.
La casa fue tomando la forma que tenía cuando la cuidaba. Se veía el suelo muy limpio, reluciente. Él siempre me decía que mantuviera limpio lo que él limpiaba. Que no lo dejara, que no me volviera a abandonar para evitar que se acumulara de nuevo la mierda. Nos llevábamos muy bien, nos compenetrábamos.
Yo entraba ahora en mi casa con más alegría, lo veía todo limpio y me sentí muy dichoso. Mi sillón parecía nuevo, recién estrenado. Y así toda la casa. No tenía depresión, sólo bajones normales que puede tener cualquier persona. Nadie está libre de un momento de tristeza o abatimiento. Pero la depresión es una cosa más seria.
Mi problema ahora es otro como ya saben mis lectores habituales. Pero no la depresión. Tomo mi tratamiento desde hace años y he mejorado sustancialmente. De mi problema actual no estoy bien y me cuesta mucho trabajo superarlo, pero por lo menos mi casa ya no es una prisión. Mi cama ya no es un jergón donde tirarme días y días sin hacer nada, sólo vegetando y viendo pasar la vida como si yo fuera un inútil, un ser incapaz de nada.
Mi casa me ha costado mucho. 15 años pagando una hipoteca. Terminé de pagarla en 2007. El banco me cobró muchos intereses que me cabreaban, pero no tenía más remedio. El divorcio me había obligado a buscar otro lugar para vivir. Circunstancias de la vida que hoy están superadas. Es cierto que el tiempo cura siempre las heridas por dolorosas que puedan parecer.
Todo es cuestión de tiempo. Mi casa también. Hoy es un lugar que puedo enseñar con orgullo. Me lo he currado y he pasado mucho. Pero he conseguido volver a la limpieza de antaño y me siento orgulloso de mí mismo.
Es bonito sentirse orgulloso de uno mismo. Bastantes veces he caído en la falta de autoestima. Justo es reconocer ahora mis méritos por haber recuperado mi casa para vivir, para mucho más que dormir.
Bienvenidas sean las segundas oportunidades. Yo le he dado una segunda oportunidad a mi casa, es decir, me he dado una segunda oportunidad a mí mismo. Hay que saber luchar. Luchar es vivir, pero vivir no sólo es lucha. Es muchas otras cosas más. Por ejemplo: disfrutar de mi casa. Me siento feliz. Salud y suerte.


José Cuadrado Morales

No hay comentarios:

Publicar un comentario