El dipsómano es en realidad un enfermo mental que padece un trastorno obsesivo compulsivo que lo lanza hacia el alcohol de una manera atroz sin poder impedirlo en absoluto. Los psiquiatras y psicólogos juegan un papel muy importante en la cura de la dipsomanía. Hablar sobre el problema libera muchísimo de la angustia de beber sin parar, con una necesidad urgente, mortal. Las palabras son una vía de escape muy importante para los dipsómanos, a quienes también podríamos llamar dipsomaníacos por el componente de manía que presenta la enfermedad. Cuando empieza el día el enfermo alcohólico se lanza a una lucha bestial contra su vicio por así llamarlo, a una guerra contra el alcohol que dura las veinticuatro horas del día. Pasar por la puerta de un bar es un acto heroico porque el paciente tiene que evitar entrar para no caer en la tentación de tomar “una copita más”.
El dipsómano es un enfermo mental que tiene que ser reconocido así por la sociedad. Sin embargo a los alcohólicos se les sigue llamando borrachos con un tono lo más despectivo posible. Los dipsómanos están estigmatizados, son seres señalados por la sociedad como viciosos que están entregados al gasto de dinero en los bares. Son parásitos sociales que no saben hacer otra cosa que beber y beber, abandonando todo trabajo y abandonándose ellos mismos en su aspecto físico, con la cara colorada por el alcohol.
El estigma dipsomaníaco es uno de los más fuertes en nuestra sociedad y es uno de los que más urgentemente hay que desmontar por la gran cantidad de `personas a las que les afecta. Cientos, miles de enfermos viven una vida paralela por miedo al rechazo en lugar de confesar abiertamente su hábito, es decir, su enfermedad. Viven escondidos en las catacumbas que en este caso son los bares, antros donde van dejando la vida órgano a órgano y gastando lo que no tienen, arruinando sus familias.
Hay numerosas organizaciones destinadas a desmontar el estigma dipsómano. La más conocida quizás sea Alcohólicos Anónimos donde los pacientes se sienten personas normales abocadas a la mejoría de su enfermedad y no a su empeoramiento. En ella cada uno expone su caso con total libertad y el resto de compañeros aplauden su valentía de enfrentarse al problema sin ningún tipo de cortapisas. Es el más importante grupo de autoayuda que existe en el mundo que ha curado a millones de personas que van contando los días que llevan viviendo sin alcohol.
Hay otros numerosos grupos de autoayuda que sirven para insertar valor en los enfermos. A ellos debemos la recuperación de muchísimas personas que sin esos grupos no hubieran vencido nunca la enfermedad. Los enfermos que se han curado ayudan, al mismo tiempo que se ayudan, a los nuevos pacientes que se van incorporando a los grupos de autoayuda. Dar el primer paso es lo más difícil porque el alcohol hay que dejarlo del todo de golpe, sin pausa, sin `períodos de adaptación. Hay que vivir sin alcohol desde el primer día de tratamiento. Es horroroso porque hay que dejar el alcohol de golpe. En ese momento la persona ya ha caído a lo más bajo, se ha abandonado a sí misma, ha perdido a su familia y un montón de desgracias más. Y de repente, como si nunca se hubiera tomado una copa, hay que dejar de tomar copas, copitas como se conoce popularmente a cada trago de muerte alcoholizada, o chupitos que sólo son agradables cuando son sin alcohol.
El cine ha retratado en numerosas ocasiones el problema del alcoholismo. Me viene ahora a la memoria la estupenda película de Billy Wilder “Días sin huella”, protagonizada por Ray Milland. Narra el descenso a los infiernos del alcohol de un hombre y todo lo que éste puede hacer para conseguir una botella de ron o de cualquier otra bebida. También está la también estupenda película de Blake Edwards “Días de vino y rosas” con Jack Lemon y Lee Remick. O más recientemente la película de Luis Mandoki “Cuando un hombre ama a una mujer”. Aquí se manifiesta claramente que el amor es la cura principal para el alcoholismo, la comprensión de la pareja, el tesón para salir del abismo acompañado, no solo, soledad que se une a la que ya siente el dipsómano por sí mismo cuando llega a las barras de los bares y sin necesidad de pedir la famosa copita se la ponen por delante porque ya el hábito se ha hecho vicio, un vicio mortal.
Pero hay que diferenciar al alcohólico de la persona que bebe alcohol con moderación. Una cervecita de vez en cuando, por ejemplo. No hay que crucificar completamente al alcohol si se bebe con tranquilidad y con un control absoluto de la cantidad ingerida. Es una especie de doble estigma: beber alcohol con demasía y beber alcohol sin más. Esto último no tiene por qué llevar al alcoholismo. Es beber para compartir una comida, un vasito de vino por ejemplo. Lo importante es controlar. Los dipsómanos dicen “yo controlo”, pero no es así. Es la enfermedad la que los controla y no lo reconocen hasta que el alcohol empieza a salir por los agujeros que se abren en las piernas debido a las úlceras que se forman terriblemente por culpa de la bebida. Hay que controlar sin mentirse uno mismo, sin caer en la dipsomanía, sin empezar a ver el mundo en torno a una copa de alcohol.
La satisfacción que se logra al vencer la dipsomanía es tremenda. Y hay que dejar el alcohol por completo. No volver a caer es la meta principal. La primera copa después de la recuperación puede ser el principio de un nuevo infierno. Y caer por segunda vez en este infierno dantesco puede ser la definitiva para no poder evitar la muerte por un fallo multiorgánico. Hay que tener una voluntad de hierro, pero se puede conseguir. Miles de personas lo consiguen diariamente y siguen adelante con sus vidas con total normalidad. No hay que sentirse fracasados por ser dipsómano. Al contrario: hay que afrontar la dipsomanía como un reto más que la vida nos pone y tendremos la voluntad suficiente para lograr la superación personal elevando la autoestima que tan importante es para vencer el alcoholismo.
Invito desde aquí a todos los dipsómanos a la superación personal, al amor propio, a la autoestima más que positiva. No hay lugar para el fracaso. Hay que pensar siempre en el triunfo. El alcohol no puede con uno. Uno puede con el alcohol sin perder ni un momento de vista que la vida es mucho más que meterse en los bares como refugio de mil problemas. Los problemas hay que resolverlos. Intentar resolverlos con el alcohol es crear un problema nuevo que puede no tener solución, aunque siempre hay que ser optimista y recibir con los brazos abiertos todo el amor que nos brindan las personas que verdaderamente nos quieren y nos aceptan realmente como somos con alcohol o sin alcohol.
José Cuadrado Morales