Esta el la historia de una persona, Fernando, que tenía una gran afición a los animales. Estaba interesado por todo lo relacionado con la zoología y se había propuesto hacer en su casa un Arca de Noé, eso sí, en miniatura ya que su piso solo tenía 25 metros cuadrados. Además de televisión, microondas, sofá de tres plazas, catorce jaulas, 2 terrarios, 5 peceras, un cuarto de baño sin bidé y una cocina sin salida de humos, vivían con él dos serpientes pitón, Montserrat y Manolita, trescientos cincuenta y nueve peces de todos los colores posibles e imposibles, una chimpancé llamada Currita, dos buitres leonados, cinco urracas, siete loros parlanchines del Amazonas, 23 canarios, 12 jilgueros y por si fuera poco dos cocodrilos del Nilo llamados Ramses y Cleopatra.
Un día, no hace mucho tiempo, una sociedad secreta que se dedicaba a liberar animales en cautividad, tomó como punto de mira la casa de nuestro amigo y decidieron intervenir. Llamaron a la puerta y se hicieron pasar por inspectores de sanidad cuyo deseo era ver la salud de los animales que vivían en ese piso. Fernándo, que tenía todos los papeles en regla, no tuvo inconveniente en que pasaran, entonces, en un descuido, entre varios liberadores del reino animal sujetaron y después amordazaron a nuestro protagonista. Lo sentaron en el sillón rojo, su preferido, y le dieron cientos de vueltas con cinta adhesiva, de esa que no despega ni Dios. Luego y dando grandes gritos, ¡viva la libertad animal!, ¡viva Rodriguez de la Fuente!, ¡viva Tarzán!, ¡viva la madre que nos parió!, fueron soltando a todos los bichos.
Cuando Doña Jimena, no la de los mantecados, sino la vecina de la puerta de al lado, una octogenaria la mar de cotilla, salió al descansillo del piso a ver de donde procedía tanto ruido, una avalancha de fieras la arrollaron sin contemplaciones. Era un espectáculo digno de ver todo el reino animal descendiendo desde un cuarto sin ascensor hasta la calle. ¡Viva la libertad!, gritaban los del grupo de liberación animal, ¡me cago en la leche!, ¡la madre que os parió!, ¡sinvergüenzas!, gritaba Doña Jimena.
Una vez en la calle “cada búho se fue a su olivo”, y no era raro ver en el periódico alguna noticia que hablaba de que habían encontrado un bicho de Fernando en los lugares mas insospechados de la ciudad. Una de las serpientes de catorce metros apareció en un sex shop de la calle Asunción, no se sabe si desorientada al ver tantos artilugios con forma alargada y cilíndrica como ella. El buitre leonado apareció en el escenario de un crimen y cuando llegó la policía, se estaba comiendo la oreja del desafortunado cadáver. Las cinco arañas gigantes del Amazonas hicieron sus telas en un rascacielos que se estaba construyendo en la calle Jabugo, por suerte y gracias a la resistencia de sus hilos consiguieron parar la caída de un obrero de la construcción que había resbalado desde la decimotercera planta. Los cocodrilos, bueno, sus pieles, aparecieron en una fábrica de bolsos del polígono de la Carretera Amarilla. La última noticia relacionada con el tema la vi de boca de Joaquín Prat hijo, que en esta historia trabajaba en el telediario de canal sur, según parece habían detenido a los asaltantes del piso, todos ellos expresaron su arrepentimiento ante el juez prometieron que además de pagar la multa, cumplir la condena de seis meses y un día, harían lo que hacemos la mayoría de las personas, pasar de la naturaleza. Y como en la mayoría de los finales de los cuentos, fueron felices y comieron perdices rojas, por cierto, animal en peligro de extinción.
Un día, no hace mucho tiempo, una sociedad secreta que se dedicaba a liberar animales en cautividad, tomó como punto de mira la casa de nuestro amigo y decidieron intervenir. Llamaron a la puerta y se hicieron pasar por inspectores de sanidad cuyo deseo era ver la salud de los animales que vivían en ese piso. Fernándo, que tenía todos los papeles en regla, no tuvo inconveniente en que pasaran, entonces, en un descuido, entre varios liberadores del reino animal sujetaron y después amordazaron a nuestro protagonista. Lo sentaron en el sillón rojo, su preferido, y le dieron cientos de vueltas con cinta adhesiva, de esa que no despega ni Dios. Luego y dando grandes gritos, ¡viva la libertad animal!, ¡viva Rodriguez de la Fuente!, ¡viva Tarzán!, ¡viva la madre que nos parió!, fueron soltando a todos los bichos.
Cuando Doña Jimena, no la de los mantecados, sino la vecina de la puerta de al lado, una octogenaria la mar de cotilla, salió al descansillo del piso a ver de donde procedía tanto ruido, una avalancha de fieras la arrollaron sin contemplaciones. Era un espectáculo digno de ver todo el reino animal descendiendo desde un cuarto sin ascensor hasta la calle. ¡Viva la libertad!, gritaban los del grupo de liberación animal, ¡me cago en la leche!, ¡la madre que os parió!, ¡sinvergüenzas!, gritaba Doña Jimena.
Una vez en la calle “cada búho se fue a su olivo”, y no era raro ver en el periódico alguna noticia que hablaba de que habían encontrado un bicho de Fernando en los lugares mas insospechados de la ciudad. Una de las serpientes de catorce metros apareció en un sex shop de la calle Asunción, no se sabe si desorientada al ver tantos artilugios con forma alargada y cilíndrica como ella. El buitre leonado apareció en el escenario de un crimen y cuando llegó la policía, se estaba comiendo la oreja del desafortunado cadáver. Las cinco arañas gigantes del Amazonas hicieron sus telas en un rascacielos que se estaba construyendo en la calle Jabugo, por suerte y gracias a la resistencia de sus hilos consiguieron parar la caída de un obrero de la construcción que había resbalado desde la decimotercera planta. Los cocodrilos, bueno, sus pieles, aparecieron en una fábrica de bolsos del polígono de la Carretera Amarilla. La última noticia relacionada con el tema la vi de boca de Joaquín Prat hijo, que en esta historia trabajaba en el telediario de canal sur, según parece habían detenido a los asaltantes del piso, todos ellos expresaron su arrepentimiento ante el juez prometieron que además de pagar la multa, cumplir la condena de seis meses y un día, harían lo que hacemos la mayoría de las personas, pasar de la naturaleza. Y como en la mayoría de los finales de los cuentos, fueron felices y comieron perdices rojas, por cierto, animal en peligro de extinción.
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