Tú permanecías en el tanatorio observando el
cadáver de mi madre como quien observa algo ajeno completamente a ti. Tu mirada
era más gélida que el cuerpo de mi madre, que el mármol donde estuvo su cuerpo
horas antes. La muerte pasaba ante tus ojos como una invisible mentira que no
le interesaba a nadie. Tampoco a ti.
Tú fuiste mi compañera durante algunos años.
Hurgábamos en nuestras almas con escalpelos como buscando una verdad que
tuviera realmente poder para convertir nuestro amor en algo verdaderamente
auténtico. Pero el amor se escapaba entre los dedos como agua fría, como un
líquido inútil que no purificaba los muchos defectos de nuestra relación.
Tú me enviabas whatsApps constantemente para
expresarme mil ideas que a veces me resultaban ininteligibles. Prefería que me
hablaras en persona, pero no lo hacías. Callabas como callan los árboles de otoño, desnudos ante el frío
incipiente que anuncia el invierno. No sé qué ocurría entonces, que todo
desaparecía en una magia negra que no importaba nada porque el tiempo se iba
volando hacia una eternidad que duraba apenas un instante.
Tú paseabas conmigo muchas veces por la playa, con
los pies descalzos, dejando una huella que no tenía nuestro amor. Eras fría,
demasiado fría para este tórrido hombre que todo te lo daba gratis porque mi
amor hacia ti era visible hasta los más pequeños detalles. La vida transitaba
entre nuestros labios como un leve suspiro del silencio y nada más.
Tú te dejabas caer sobre mí cuando querías
comentarme algo, cuando de tu boca salía algo más que una simple frase, que un
diálogo apenas atisbado en la memoria donde se iban concentrando los recuerdos
de todo cuanto éramos. Plumas de plata caían sobre las tildes y el sonido del
espacio dejaba que la belleza fuera la verdad más cierta de tu rostro, de esa
mirada que me hacía vibrar como si fueras la certeza más absoluta de toda la
naturaleza.
Tú recibías mi amor cada instante como una
inmaculada parcela de verdad, la verdad que era mi ser entregado a ti al
cien por cien. Yo no quería entregas
pequeñas, sino grandes demostraciones de amor. Pero tú siempre eras contenida,
reprimías tus sentimientos. Yo creía en ocasiones estúpidas que no tenías
sentimientos, pero me equivocaba. Porque llegaste a estar enamorada
verdaderamente de mí. Yo lo sé y lo puedo demostrar ante cualquier tribunal del
amor.
Tú eras lo más bonito que veía cada mañana, cada
instante donde se descifraban los misterios de la realidad, la maldita realidad
que nos decía que todo nos iba separando, que éramos dos distancias acercadas
por un amor paralelo y perecedero, un amor que tenía claramente una fecha de
caducidad inmediata. No había futuro para los verbos flacos, no había eternidad
para las palabras que sonaban con estruendo y se inflaban hasta el límite de lo
que parecía de vez en cuando infinito.
Tú naciste para ser querida por mí. Tú eras el amor
que soñaba todo hombre como yo, sencillo, humilde, sin grandes trascendencias.
Te di ese amor a tumba abierta, como el vendaval que entra en una habitación y
todo lo inunda de soledad inmediata o de compañía siempre perecedera. Entiendo
que tú no supieras de qué iban mis sentimientos porque ellos hablaban de
emociones lejanas a tus prioridades. Éramos sencillamente seres muy distintos,
seres incompatibles que estábamos condenados a diferencias irreconciliables, a
un final definitivo.
Tú fuiste la esperanza sobre la que creé todo mi
mundo literario, todos mis libros estaban basados de alguna manera en ti, todos
mis sentimientos soltaban saliva de amor, amor sin dolor y un amor a veces
doloroso que corría por las calles con una emoción tan poderosa como el Dios
mismo. Tenías una fuerza infinita y eras tan
poderosa como una cascada de agua congelada, de púrpura que decía que la
belleza era tan verdad como todo lo que había entre nosotros.
Tú edificaste en mi alma un mundo ideal, un mundo
en el que sólo creía verdaderamente yo porque yo era el inventor de mil frases
hermosas, de mil besos que no se perdían nunca en la lluvia porque no llovía
nunca en nuestro mundo, en nuestras entrañas entregadas a la pasión y a la
honrosa tarea de amar y ser amado.
Tú has terminado mal. Sola, abandonada por ti
misma, ida del todo como un potro loco, como una paliza de desamor que hervía
la sangre de tu alma misma. Quedan muchas cosas que decir, muchas cosas que
contar, pero en este pequeño artículo sólo quiero dejar constancia de que te
quería y de que nunca dejé de quererte incluso cuando tuviste el valor de
decirme sencillamente adiós. Ese adiós sonó atronador en mi alma, pero ya todo es
silencio y olvido. El amor empieza y termina. Soy un pobre hombre como siempre
enamorado de algo equivocado pero maravilloso.
El amor es la tela de araña donde caen rendidos
todos los sueños.
Salud y suerte.
José Cuadrado
Morales
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