Son
las 7 de la mañana de un día fresquito de verano. Estoy sentado en un banco de
la solitaria Plaza de San Gabriel, junto a la Parroquia de San
Leandro. Parece que la ciudad aún no ha despertado, sigue perezosa metida en la
noche como si ésta fuera a ser infinita.
Me
he levantado como todos los días a las 5.30. Me gusta aprovechar el día y la
mañana es mi mejor momento, cuando tengo la mente más lúcida, a pesar de que no
duermo demasiado bien. Esta noche ha sido especialmente dura porque apenas he
pegado ojo y me siento algo zombi, pero con la mente despejada y capaz de
reflexionar un poco sobre mi vida, que lo necesito.
Rememoro
todos los años que llevo de enfermedad mental y lo primero que hago es odiar esa
expresión, la de enfermo mental, como si fuera un apestado o algo que le
sobrara a la sociedad de la que formo parte. Y pienso en todos esos años con
una dura nostalgia, con una esperanza desprovista de pasión y con una pasión al
mismo tiempo en alza porque tengo muchas ganas de seguir viviendo. Ninguna
enfermedad mental va a acabar conmigo y siempre estaré alerta ante todos los
ataques, provengan de donde provengan.
Recuerdo
ahora el tema de las pastillas, de toda la odisea que he pasado con ellas desde
hace tantos años, que no quiero contar. Al principio recuerdo que leía con
fruición los prospectos y me asustaban por la cantidad de efectos secundarios
de los medicamentos. Había de todo, perfectamente clasificados y muy claros.
Que si afectaban a la libido, que si podían provocar el suicidio (curiosa
paradoja que una pastilla que intenta curar problemas de nervios pueda provocar
una mayor inclinación al suicidio, los fabricantes sabrán y los psicólogos y
psiquiatras que dan su visto bueno), que si provocaban sueño o somnolencia, que si generaban
problemas articulares, lentitud en la movilidad y un larguísimo etcétera.
Aquello no me parecía una medicación sino un triste parte de guerra. Un parte
de guerra del que no quería participar.
Y
me negué a tomar medicación durante muchos años. Recuerdo que incluso pasé
tribunales médicos con informes donde los psiquiatras hacían constar mi actitud
reacia a tomar medicamentos por los efectos secundarios. Pero los tribunales
entendieron mis explicaciones y logré, sin quererlo, una invalidez permanente
total de la que disfruto ahora por decirlo de una manera suave porque no me
siento para nada orgulloso de ello.
Pero
yo llevaba una vida que no era vida. Estaba casi siempre llorando, con
depresión y crisis permanentes de ansiedad. Dormía en el suelo muchas veces
porque me daba pereza hasta llegar a la cama. No era vida. Y llegó un momento
en que exploté. Coincidieron la muerte de mi madre y la ruptura de una relación
con una mujer de la que no quiero acordarme al estilo de Cervantes.
Estaba
tan mal que tuvieron que ingresarme en la Unidad de Psiquiatría del Hospital Universitario
Virgen Macarena. Allí reflexioné sobre los medicamentos y sopesé los pros y los
contras. El psiquiatra que me tocó me convenció de que mejoraría con la
medicación, que los medicamentos de nervios habían avanzado mucho en los
últimos años y que podía fiarme de ellos. Y yo no me fiaba porque los
prospectos seguían contándome demasiadas cosas negativas. Pero le hice caso al
médico y durante mis dos semanas de ingreso (el único que he tenido en toda mi
vida como enfermo mental) me tomé la medicación tal y como me la prescribieron.
Estaba casi todo el día dormido y me sentía fatal.
Lo
peor fue cuando me dieron el alta y me “soltaron” para enfrentarme al mundo
real solo. Lo primero que hice fue comprar los medicamentos y romper todos los
prospectos. Era el momento de dar un paso adelante. Recuerdo que me quedaba
dormido en los bares. Recuerdo que incluso me quedaba dormido cuando sacaba
dinero de los cajeros. Estaba mareado, tenía inestabilidad, sequedad de boca,
náuseas y muchas ganas de tirarme en la cama y dormir o hacer como que dormía.
A veces me montaba en un autobús y me quedaba dormido y se me pasaba la parada.
En ocasiones me despertaban otros pasajeros, como ocurría en los bares cuando
los propietarios se acercaban a mí y me preguntaban si me ocurría algo. En
otras ocasiones caminaba muy lento por la calle y amables personas me
preguntaban si me ocurría algo. Naturalmente que me ocurría, pero yo mentía y
decía que estaba bien.
Estuve
muchos meses así, pero aguanté hasta que llegó el momento en que los
psiquiatras dieron con la tecla del tratamiento más idóneo para mí y con el
menor número de efectos secundarios posibles. Ya me encontraba mejor. Ahora no
podía llorar: las lágrimas permanecían bloqueadas en algún lugar de mi rostro.
Así llevo más de 8 años, sin soltar una lágrima. Supongo que esto es bueno. La
libido está alterada y tiene días y días. Ya no me quedo dormido en los
cajeros. Sí me quedo dormido con frecuencia viendo la tele o leyendo, pero
puedo estar alerta para escribir mis libros y estos artículos con los que me
acerco a vosotros cada dos semanas.
He
aceptado los efectos secundarios y sigo rompiendo los prospectos. Lo hago con rabia
para que no puedan conmigo. Esta mañana, desde las 7, reflexiono sobre todo lo
que he pasado y no sé si ha merecido la pena. Supongo que sí porque me
encuentro mejor, pero tengo una suave tristeza que me invade en esta fresca
mañana de verano en la que las hojas de los árboles se mueven a gran velocidad
y las palomas me acompañan con sus sonidos.
Estoy
cansado de ser un enfermo mental. Y estoy cansado de que me digan que lo soy. Los
médicos dicen que esto ya es crónico, es decir, que lo “disfrutaré” toda la
vida. Tengo 55 años y desde niño albergo problemas de nervios. Toda una vida.
No es para echarlo de menos. Me siento algo solo y un poco vencido, pero con la
moral paradójicamente alta y mirando al futuro con una cierta elegancia y una
dubitativa actitud.
No
sé qué ocurrirá de aquí hace adelante. Tengo cierta fe en un futuro cercano,
pero sobre todo en un futuro inmediato: el día siguiente. Es decir, el día a
día. No quiero ponerme metas más lejanas. Quiero vivir el momento y los
momentos tal y como van transcurriendo. Y quiero seguir escribiendo mis libros,
entre otras razones para sentirme útil y elevar mi autoestima. Quiero seguir
viviendo solo. No quiero que los arpones del amor se claven más en mi alma.
Estoy cansado de heridas que tardan mucho en cicatrizar haciendo bueno aquello
del largo olvido del amor.
No
ambiciono más. Vivir con dignidad y lentamente, sin prisas. Tocando una campana
interior que me despierte y me mantenga alerta toda mi vida. Quiero creer en mí
mismo y en mis acciones, y quiero dejar en mis libros la huella de lo que soy,
de lo que fui. Y voy a seguir tomando la medicación porque como decía una
enfermera de la Ura
que ya no trabaja los medicamentos son parte de la comida diaria que debemos
tomar. Será así, supongo, con un largo trayecto de escepticismo.
En
fin: ésta es mi reflexión matinal en esta mañana de lunes. Buena forma de
empezar la semana. Espero seguir como estoy y no dejar de luchar, aunque este
verbo no le guste demasiado a mi psicóloga, pero no encuentro un verbo mejor
para definir mi vivir diario.
Salud
y suerte es lo que os deseo como siempre y hoy con más fuerza que nunca.
José Cuadrado Morales
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