Debajo de la chaqueta, metida entre el cinturón y la camisa,
tiene la pistola, el bulto se nota sobre el abrigo. No pasa inadvertido ante
cualquier observador, por eso se ha arrodillado en uno de los últimos banco,
lejos de los feligreses que acuden fervorosos y ocupan los primero sitios. Con
las manos en posición de plegaria, igual que si rezara, espera pacientemente a
que el tiempo trascurra, No tiene prisa. De momento, lo único que tiene que
hacer es esperar, lo que si es cierto es que mientras lo hace, un sudor frío le
recorre el cuerpo, y las manos le tiemblan. Pronto aparecerán.
Arrodillado sobre el suelo comienza una letanía recordando
entre murmullos las noches de pasión que
le arrastraron a este sufrimiento de tinieblas. Recuerda el camisón de seda que
cogía vuelo entre los arbusto de una luna llena como la seda transpiraba el
frágil cuerpo de su chica que sucumbía ante los brazos de Eros.
Como los versos
que le recitaba despertaban en ella sonrisas veladas. Recuerda, sobre todo, la
mirada que ella le devolvía al escuchar su voz. La recuerda a ella, pálida
entre las flores, entre los setos, cerca de la fuente, escuchado el susurro del
agua.
Mientras cae preso de los recuerdos, las manos le tiemblan.
Las mejillas le vibran de rabia. Y siente un calor que le recorre el cuerpo,
que se le agarra al cuello. Tiene que levantarse y buscar un sitio desde dónde
hacer lo que ha venido a hacer sin padecer la asfixia que ahora padece, Sale de
la nave principal y se dirige a una de las laterales, Cerca de una capilla.
Debajo de una crucería. Ahí esperará, camuflado entre las columnas y las
pilastras, retirado del altar, dónde la luz tiene dificultades para reinar, donde
las sombras se camufla entre las velas encendidas, Ahí esperará.
Le pesa el arma en el costado, mira la recamara, tiene miedo
de que algo salga mal. Hasta ahora no lo había pensado pero no tiene muy clara
la escena. Se acercar y disparará. Eso está claro. Se pondrá frente a ella para
que vea quien es él. Para que lo reconozca antes de morir. Para que el último
rostro que mire en este mundo sea el de él. Esa arpía tiene que saber que es él
quien acaba con su vida. A él es al que ella ha convertido en un desdichado y
es ante él ante quien tiene que sucumbir.
De repente su atención es arrastrada al arco ojival del
pórtico. Allí se encuentran ellas acompañadas del marido. La que abre el
sequito es la arpía, con el rosario en la mano y la mirada puesta en el altar.
Detrás el tira del brazo de su amada cubierta con un ligero tul por el rostro.
Con un breviario estrechándolo al cuerpo. Atraviesan el pasillo central y se
sientan en lo primero banco. A la joven niña la sientan en medio.
Con un
centinela a cada lado. Desde lo oscuro del pasillo lateral, arranca su paso
decidido hacia el grupo. camina firme y sus pasos se escuchan en todo el
templo, se acerca sin pudor, sin esconderse, resuelto. Saca el arma y se
asegura de que la arpía lo mire. Da uso paso para atrás. La pérfida señora
comprende la situación. Se da cuenta de que está en peligro. El marido esta estupefacto.
No puede dar crédito de lo que ve.
Ella se levanta el tul y con sus ojos
suplicantes pide que la clemencia sea para ella que no está dispuesta a sufrir
más. La infame mujer sale al pasillo central. El levanta el arma y la apunta,
hace un primer disparo que retumba en el sacro templo, Ha fallado. El pulso le
tiembla y la bala se ha perdido en el vacío. Hace un segundo disparo y esta vez
acierta en su objetivo. Cae al suelo y mira a su asesino. Él le sostiene la
mirada la niña se agacha junto a su madre y con la mano intenta tapar la herida
de la que emana un púrpura hilo de vida, envuelve el arma en un pañuelo y sale
a la calle. La luz del día lo deslumbra. Ya rendirá cuentas ante los hombres si
es necesario. Ante Dios no sabe. Piensa que ante Él está justificado su acto.
Baja las escaleras y para un coche de caballos. Se dirige al Sena…
Pedro
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