lunes, 22 de octubre de 2012

MI RELACIÓN CON DIOS


Todos los que tenéis la paciencia de seguir mis artículos sabéis de mi profunda fe en Dios. Una fe inquebrantable y sin fisuras, aunque haya momentos de desesperación que me hagan dudar de todo, pero hasta los místicos más relevantes han tenido sus crisis, algunas de ellas muy duras, pero han conseguido salir de ellas. Mi fe en Dios me llevó a dedicarle un libro entero, concretamente el sexto de los diez que tengo publicados hasta la fecha. En él decía todo lo que significaba Dios para mí, también le increpaba por algunas cosas que no comprendo porque yo quisiera no tener depresiones ni crisis de ansiedad, yo quisiera tener una salud mental perfecta. En el libro se lo pedía, pero Dios no siempre da lo que pedimos, por mucho que recemos o mucho que tengamos fe en Él.
Ahora que escribo este artículo me viene a la memoria un verso del poema Retrato de Campos de Castilla de Antonio Machado: “Quien habla solo espera hablar a Dios un día”. Quien habla en soledad consigo mismo desea hablar algún día frente a frente con Dios. Pero yo le diría a Machado que no hace falta morirse para hablar con Dios. Yo hablo también conmigo mismo, pero hablo también con Dios con mucha frecuencia. No sé si me oye, pero sé los beneficios que me produce la conversación con Él. Ahora que estoy pasando una fuerte depresión por culpa de una crisis de amores sé que Dios me está ayudando, aunque quisiera que todo fuera más rápido, pero como en tantas cosas de la vida la velocidad real no siempre coincide con la velocidad ideal. Existe siempre ese choque entre lo ideal y lo real, entre la fe y la duda. Dudo a veces que Dios me oiga cuando estoy más desesperado. No sé si le llegarán mis quejidos. Mi cuerpo se encoge brutalmente como sometido a una fuerte energía que lo deja rígido. Cuando Dios me escucha se relaja, pero se me queda el cuerpo fatal, como si me hubieran dado una paliza.
Yo rezo a Dios todas las mañanas. Es mi forma de empezar el día. Unos diez minutos. El rezo me da fortaleza, una singular energía interior que me permite iniciar a andar y a soportar la cantidad de imprevistos y diversas circunstancias que ocurren todos los días. No sé si mis rezos le llegan a Dios. No sé si estoy hablando con alguien. Dudo como Machado de que Dios me escuche, pero sé que estoy hablando solo y me escucho a mí mismo con intensidad. El rezo es pues una forma de dialogar también con uno mismo. Uno es el receptor primero de las propias angustias. Uno es quien se escucha antes que nadie. Ahora estoy en una crisis profunda y apenas salgo de casa para comprar y poco más. Hago algunos recados y el resto del tiempo lo suelo pasar en casa viendo la televisión, preferentemente películas y programas deportivos. La tele me acompaña, es como una buena amiga que me es fiel. Entre Dios y la televisión paso el día. Como poco. Lo suficiente. Le pregunto a Dios de vez en cuando alguna cosa para ver si así puedo despejar mis problemas. Pero de momento la angustia ocupa fundamentalmente mis poros y no puedo respirar bien, me ahogo, abro la boca mucho para que me entre más aire de la cuenta. Si no lo hago me asfixio. Y no quiero morirme solo sentado en un sillón azul hecho un despojo. No quiero ser víctima del victimismo. No me gusta el victimismo.
El victimismo es origen de muchos chantajes emocionales, no sólo a los demás, sino también a uno mismo. El victimismo es fruto de muchas mentiras piadosas con las que uno se engaña de vez en cuando para no hacer lo que realmente hay que hacer. La capacidad de automentirse es enorme y posibilita muchas veces que nos sintamos mejor, pero al final no afrontamos realmente los problemas. Dios me ayuda a afrontarlos, me da fuerzas que yo llamo de flaqueza. Sé dentro de mí que tengo que empezar de cero y aprenderlo todo otra vez. Tengo que ser un niño pequeño que empieza a aprenderlo todo nuevamente. Para ello tengo que retrotraerme a la infancia, a los primeros conocimientos y empezar a aprenderlo todo como si fuera un tonto o un  ser inocente. Me viene a la memoria la película Las llaves de casa protagonizada por Charlote Rampling. Está basada en una novela titulada Nacido dos veces. Pues se trata de eso: de nacer dos veces. Ya nací una vez hace 51 años. Ahora tengo que nacer de nuevo y le pido a Dios para ello una fuerza especial para ser capaz de ese renacimiento. Tomando como referencia mi propia capacidad de superación. Tomando como punto de partida mi ser más íntimo que es el que está viciado y actualmente herido.
La herida me recuerda una película de Louise Malle que tenía precisamente ese título. El eslogan de la película decía que las personas heridas son peligrosas porque han  recibido mucho daño. Yo estoy dañado por el desamor, pero no quiero se peligroso para nadie. Quiero empezar de nuevo nada más, hacerme a la soledad simplemente, dialogar conmigo mismo como Machado y creer en Dios, en las posibilidades que me ofrece. La vida no es como nosotros queremos siempre. Como diría otra película, yo tengo mi mapa del mundo, pero mi mapa no siempre coincide con el mapa de la realidad. Es el famoso conflicto entre la realidad y el deseo de Luis Cernuda. La realidad nos ofrece el dolor y el deseo quisiera que el dolor desapareciera no más entrara en nuestra mente. Yo quiero espantar el dolor, darle un susto, extirparlo completamente de mi vida. Pero el dolor impregna  mi alma. Hoy mismo me ha costado un enorme esfuerzo levantarme de la cama y venir a la Unidad de Rehabilitación. Pero aquí estoy, escribiendo este artículo con esas fuerzas de flaqueza que Dios me regala. Es lo que narraba aquel viejo cuento del hombre que caminaba siempre con Dios por la arena de la playa. Se veían dos pisadas: la de Dios y la del hombre. Pero cuando llegaban los malos momentos sólo se veía una pisada. El hombre le reprochaba a Dios que no le ayudara en los momentos difíciles. Y Dios le contestaba que estaba siempre a su lado, que cuando había solamente una pisada era porque Dios le llevaba a cuestas.
Así me siento yo muchas veces y creo que Dios me lleva a cuestas y sólo veo su pisada sobre la arena de la vida. Dios me lleva sin pedirme nada a cambio, sólo que ponga de mí mismo para salir adelante. Es lo que dice el refrán: A Dios rogando y con el mazo dando. Yo cojo el mazo siempre que puedo y lo utilizo con fe y voluntad, esa fuerza bruta de la que ya hablé en otro artículo. Dios me hace sentir su hijo y eso aumenta mi autoestima y mi amor propio, del que también hablé en otro artículo. Ser hijo de Dios me da una fuerza enorme, aunque tantas veces me sienta debilitado, tanto que no tengo ganas ni de comer ni de cuidarme en ningún  aspecto. Pero no puedo defraudar a Dios, no  puedo ser su hijo simplemente por serlo. Ser hijo de Dios me obliga a numerosas responsabilidades. Cuando estoy muy mal soy incapaz de cumplirlas y me dejo llevar por el dolor a secas. Dios tiene paciencia, pero Él me dice que yo también tengo que tenerla. Es el don de la paciencia, del que también os hablé en otro artículo anterior. Esa paciencia me permite tener fuerzas para esperar mejores momentos, aunque tantas veces me venga abajo y crea que estoy totalmente derruido y sin posibilidades de levantar la cabeza. Pero tengo que hacerlo. Aún soy joven me dice Dios y lleva razón. Y no siempre la soledad va a estar conmigo. Aunque no estoy realmente por completo solo porque Dios está a mi vera.
 Miro al techo de mi dormitorio por la noche cuando me acuesto y converso como Machado con el hombre que siempre va conmigo. Miro las luces reflejadas en el techo del edificio de enfrente. Veo así en cierta manera la luz y me quedo dormido pensando en que al día siguiente las cosas cambiarán un poco. Pero el cambio es lento. Y está el destino, lo que nos espera y desconocemos. El destino es como un montón  de órdenes que tenemos que seguir a pies juntillas. Yo me rebelo contra el destino y quiero cambiar, hacer posible que vibre mi organismo en otra dimensión más hermosa, más nueva, más bonita. En esa dimensión es donde se encuentra Dios. Dios es la dimensión misma de cierta forma de felicidad en la que yo quiero encontrarme. Con la ayuda de la medicación, sin aumentarla. No quiero más pastillas. Prefiero utilizar mis propias fuerzas como dice mi psiquiatra. No quiero estar siempre drogado, aunque ahora no me quedo tanto dormido como antes porque me bajaron seis pastillas. Esto es también una demostración de voluntad. Cada pastilla es un trozo de energía, pero también una forma de esclavitud. Así lo siento yo. Dios sería como la pastilla universal que tiende a curar todos los males.
Dios me sorprende cada día con las cosas que siento que me dice. Yo no quiero morirme como Santa Teresa para estar con Dios lo antes posible. Yo prefiero pensar que ya llegará el día y no tengo ninguna prisa. Ya está Dios conmigo todos los días y eso me hace sentir afortunado. No soy un ser desgraciado. No soy la víctima de mí mismo. No soy mi propio verdugo. Quiero liberarme del lastre, de todo lo que me sobra y sentir deseos de vivir una nueva vida o mejorar la vida que ahora vivo. Siempre al lado de Dios, con  su fuerza y su ubicuidad. Sé que está en todas partes y que me acompaña en todo momento. Él ha tecleado este artículo conmigo. Lo ha escrito a la vez que yo. Apenas voy a misa porque no necesito a ningún sacerdote y no me confieso porque lo hago con Dios directamente. Él es mi padre y como hijo suyo le debo lealtad y obediencia, pero no servilismo y esclavitud. Algún día mi vida la controlaré  y Él tendrá la culpa en gran medida de ello. Ya os avisaré en otro de mis artículos porque no estoy contagiado por el pesimismo. Tampoco tengo un optimismo desbordante, pero siempre viajo en un tren de esperanza. Así sea.

José Cuadrado Morales

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