DON FRANCISCO Y DON BARTOLOMÉ
Don Francisco era un hombre ya mayor. Tendría alrededor de los setenta años. Su función en la hermandad era cobrar los recibos mensuales de los hermanos que aún no lo tenían domiciliado por banco. Era un trabajo que le entretenía, porque tenia que estar todo el día en la calle, de un lado para otro y, además, tenía contacto con la gente, cosa que le agradaba, al ser el persona muy afable y servicial. Lo negativo del trabajo era que tenía que manejar dinero, y eso le hacía cargar con una gran responsabilidad, ya que era dinero de la hermandad. Este era destinado a la mejora del servicio que se les prestaba a los hermanos, o a la compra de flores para la Virgen en su coronación….en definitiva, la responsabilidad era grave y eso no le gustaba a don Francisco. Le hacia sentirse inseguro llevando doscientos o trescientos euros en el bolsillo. Porque además se financiar todo los eventos que organizaba la hermandad, tanto con el dinero que se cobraba a través de los bancos como el que cobraba don Francisco, se hacían obras de caridad. El grupo Joven en la hermandad, formado por los hermanos más adolescentes, salían cada noche de invierno con sopa caliente y bocadillos y en verano con gazpacho y bocatas para los “sin techo”. La mayoría del dinero que utilizaban era sacado del dinero que traía don Francisco. Los billetes que traía eran de más fácil manejo que andar sacando dinero del banco.
Por todo esto y porque don Francisco se sentía cada día un poco más mayor quiso hablar con el párroco de la iglesia
-Mire, don Bartolomé, creo que es el momento de ir dejando paso a la nuevas generaciones que con tanto entusiasmo están tirando de esta hermandad. Yo ya soy viejo, lo se, aunque el trabajo me encante, pero tengo miedo de llevar tanto dinero encima, me siento indefenso y, a mi edad poco puedo hacer como no sea una débil queja si intentan atracarme, déle usted mi puesto a otro, que en esta hermandad se me tiene en muy buena estima, yo seguiré cumpliendo con mi penitencia cada Jueves Santo mientras mi cuerpo me lo permita, pero lo que mi corazón no me permite es llevar la responsabilidad de tener esa cantidad de dinero y andar por la calle con el pavor de perderla. He pensado incluso en quien podría sustituirme, un hombre correcto donde los halla, y digno de toda confianza. Don Bartolomé, escuche usted estas palabras que brotan desde lo más profundo de mi corazón como un ruego o una suplica y hágalas posible de buena voluntad.
-Don Francisco, ha cumplido usted ya las bodas de oro como hermano. Ha estado siempre dispuesto a cooperar en todo lo que se le ha pedido. Su talante comprensivo y su fé en Dios ha quedado reflejados en cada acto que ha realizado desde aquí dentro- y le puso la mano en el corazón- , por eso no puedo negarme a su petición. Sus servicios han sido muy útiles. En el lugar que le tocara estar ha destacado por defender esta hermandad sobre cualquier otro tipo de beneficio, ha luchado como un arcángel lo haría al servicio del mismísimo Señor, ¿Qué más le puede pedir un hombre a otro cuando este ha sido testigo de su sacrificio por sus semejantes? Le entiendo, don Francisco, le relevo de su cargo desde este preciso instante.
-Gracias, don Bartolomé, no sabe usted el peso que me quita de encima, muchas gracias, voy a comunicárselo inmediatamente al hermano mayor.
La iglesia era de planta basilical y el ábside tenia tres escalones para así darle mayor relevancia en las misas. Detrás tenia un rosetón con una vidriera de colores donde don Francisco fijo su mirada mientras subía los tres escalones y sin darse cuenta tropezó, dándose en la cabeza contra la pila bautismal. Don Bartolomé creía que se había matado de cómo sonó el porrazo. En seguida se giro sobe si mismo con toda la cara llena de sangre. Se había hecho una brecha en la ceja y eso es mas escandaloso que dañino. Don Bartolomé le pregunto que como se encontraba. El le respondió que con un dolor tremendo en esta parte de aquí, señalando la ceja derecha, -venga vallamos a mi despacho allí hay una pila y tengo un botiquín-, dijo el párroco.
El párroco lo aseo, le limpió la herida y de puso yodo en la cicatriz. Del susto ya solo quedaba la camisa llena de sangre.
-¡Ande! Pruébese esta camisa haber como le queda- y le queda bien.-Pues hoy almuerza usted conmigo valla a ser que esa herida no sea solo superficial. Don Francisco no tuvo más remedio que aceptar lo que el párroco le proponía y como el era viudo, nadie le esperaba en casa.
Don Bartolomé y don Francisco caminaron charlando sobe el tiempo de penitencia que ya se iba aproximando. Faltaban escasos treinta y siete días para el Jueves Santo y así llegaron a la puerta de una mansión. Era la casa del párroco. Tenía al menos tres sirvientas y una cocinera, porque el sacerdote dijo: dígale a la cocinera que hoy somos dos para comer. Al instante se dirigió a don Francisco, vamos a tomarnos un Jerez, y este acepto de muy buen agrado.
-Jamás me lo hubiera yo imaginado viviendo aquí.- dijo el invitado
-Lo heredé todo de mis padres, soy hijo único y todo cuanto ellos poseyeron, ricos comerciantes, me lo cedieron a mí.
A la hora de la comida había sobre la mesa ricos manjares. Un pollo trinchado, un cochinillo, sopa, pan tostado, lenguado, mucha fruta, vino tinto y blanco, gambas, almejas a la marinera y platos que don Francisco ni reconocía. Valla, valla, esto si que son los cánones de la austeridad, dijo para si.
Después del almuerzo vino el postre, con una copa de vino dulce y una torrija. Don Francisco estaba cada vez más sorprendido bajo la opulencia en que vivía aquel sacerdote. Luego, tomo la palabra el cura,- vallamos al salón de los sillones-. Allí abrió una botella de Cardhú y sirvió dos copas, una se la ofreció al invitado. Abrió una vitrina de cristal y saco dos puros, ofreciendo de nuevo a don Francisco.
-Lleva usted un tren de vida muy elevada
-Me lo puedo permitir, eso es todo. Que este al servicio de nuestro señor padre, hacedor del Universo, no significa que tenga que privarme de placeres que el hombre ha hecho para el hombre, eso si, si Dios no los hubiese querido en la tierra nunca hubieran llegado a nosotros. Es algo así como cuando Cristóbal Colón descubrió las Ameritas, también trajo cosa de allí que aquí no teníamos y fue toda una revolución. ¿Usted sabia que la patata se trajo al principio como alimento para los caballos? Y fíjese hoy, esta en nuestra dieta como algo casi indispensable, lo que quiero decirle es que el ser de familia adinerada no me quita mi devoción por Dios.
A don Francisco le parecía “un más bien haz lo que yo digo pero no lo que yo hago”, por lo que fue perdiendo el respeto y la confianza que había depositado en el sacerdote. ¿ Cómo puede un hombre que ha dejado su vida en manos de Dios Jesucristo, que no tenia nada encima más que un manto para taparse y una vara donde apoyarse, vivir en aquel despilfarro de los sentidos? Ya, don Francisco dudaba hasta de su voto de castidad.
- Bueno, don Bartolomé, ya va siendo hora qe que me marche, ha sido todo un placer ser invitado por usted a un almuerzo digno de un rey
-Bueno, don Francisco, no sea usted tan adulador
Don Francisco no salía de su asombro. Había visto tanto fasto que no comprendía, ¿Cómo el tenia que ir de casa en casa cobrando cuotas a hermanos que casi no podían pagarlas y que el párroco de la iglesia terminase sus almuerzos con un Montecristo y un Cardhú?. ¿Era aquello una contradicción o solo se lo parecía a él? Desde luego que no lo comprendía. Pero ya a su edad pocas cosas le asombraban por muy descaradas que fueran. Aunque este despilfarro de los sentidos, sobre todo el hedonismo, le impactó hondo.
La pluma negra
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