miércoles, 12 de julio de 2017

LOS EFECTOS SECUNDARIOS DE LA MEDICACIÓN

Son las 7 de la mañana de un día fresquito de verano. Estoy sentado en un banco de la solitaria Plaza de San Gabriel, junto a la Parroquia de San Leandro. Parece que la ciudad aún no ha despertado, sigue perezosa metida en la noche como si ésta fuera a ser infinita.
Me he levantado como todos los días a las 5.30. Me gusta aprovechar el día y la mañana es mi mejor momento, cuando tengo la mente más lúcida, a pesar de que no duermo demasiado bien. Esta noche ha sido especialmente dura porque apenas he pegado ojo y me siento algo zombi, pero con la mente despejada y capaz de reflexionar un poco sobre mi vida, que lo necesito.
Rememoro todos los años que llevo de enfermedad mental y lo primero que hago es odiar esa expresión, la de enfermo mental, como si fuera un apestado o algo que le sobrara a la sociedad de la que formo parte. Y pienso en todos esos años con una dura nostalgia, con una esperanza desprovista de pasión y con una pasión al mismo tiempo en alza porque tengo muchas ganas de seguir viviendo. Ninguna enfermedad mental va a acabar conmigo y siempre estaré alerta ante todos los ataques, provengan de donde provengan.

Recuerdo ahora el tema de las pastillas, de toda la odisea que he pasado con ellas desde hace tantos años, que no quiero contar. Al principio recuerdo que leía con fruición los prospectos y me asustaban por la cantidad de efectos secundarios de los medicamentos. Había de todo, perfectamente clasificados y muy claros. Que si afectaban a la libido, que si podían provocar el suicidio (curiosa paradoja que una pastilla que intenta curar problemas de nervios pueda provocar una mayor inclinación al suicidio, los fabricantes sabrán y los psicólogos y psiquiatras que dan su visto bueno), que si provocaban  sueño o somnolencia, que si generaban problemas articulares, lentitud en la movilidad y un larguísimo etcétera. Aquello no me parecía una medicación sino un triste parte de guerra. Un parte de guerra del que no quería participar.
Y me negué a tomar medicación durante muchos años. Recuerdo que incluso pasé tribunales médicos con informes donde los psiquiatras hacían constar mi actitud reacia a tomar medicamentos por los efectos secundarios. Pero los tribunales entendieron mis explicaciones y logré, sin quererlo, una invalidez permanente total de la que disfruto ahora por decirlo de una manera suave porque no me siento para nada orgulloso de ello.
Pero yo llevaba una vida que no era vida. Estaba casi siempre llorando, con depresión y crisis permanentes de ansiedad. Dormía en el suelo muchas veces porque me daba pereza hasta llegar a la cama. No era vida. Y llegó un momento en que exploté. Coincidieron la muerte de mi madre y la ruptura de una relación con una mujer de la que no quiero acordarme al estilo de Cervantes.

Estaba tan mal que tuvieron que ingresarme en la Unidad de Psiquiatría del Hospital Universitario Virgen Macarena. Allí reflexioné sobre los medicamentos y sopesé los pros y los contras. El psiquiatra que me tocó me convenció de que mejoraría con la medicación, que los medicamentos de nervios habían avanzado mucho en los últimos años y que podía fiarme de ellos. Y yo no me fiaba porque los prospectos seguían contándome demasiadas cosas negativas. Pero le hice caso al médico y durante mis dos semanas de ingreso (el único que he tenido en toda mi vida como enfermo mental) me tomé la medicación tal y como me la prescribieron. Estaba casi todo el día dormido y me sentía fatal.
Lo peor fue cuando me dieron el alta y me “soltaron” para enfrentarme al mundo real solo. Lo primero que hice fue comprar los medicamentos y romper todos los prospectos. Era el momento de dar un paso adelante. Recuerdo que me quedaba dormido en los bares. Recuerdo que incluso me quedaba dormido cuando sacaba dinero de los cajeros. Estaba mareado, tenía inestabilidad, sequedad de boca, náuseas y muchas ganas de tirarme en la cama y dormir o hacer como que dormía. A veces me montaba en un autobús y me quedaba dormido y se me pasaba la parada. En ocasiones me despertaban otros pasajeros, como ocurría en los bares cuando los propietarios se acercaban a mí y me preguntaban si me ocurría algo. En otras ocasiones caminaba muy lento por la calle y amables personas me preguntaban si me ocurría algo. Naturalmente que me ocurría, pero yo mentía y decía que estaba bien.
Estuve muchos meses así, pero aguanté hasta que llegó el momento en que los psiquiatras dieron con la tecla del tratamiento más idóneo para mí y con el menor número de efectos secundarios posibles. Ya me encontraba mejor. Ahora no podía llorar: las lágrimas permanecían bloqueadas en algún lugar de mi rostro. Así llevo más de 8 años, sin soltar una lágrima. Supongo que esto es bueno. La libido está alterada y tiene días y días. Ya no me quedo dormido en los cajeros. Sí me quedo dormido con frecuencia viendo la tele o leyendo, pero puedo estar alerta para escribir mis libros y estos artículos con los que me acerco a vosotros cada dos semanas.

He aceptado los efectos secundarios y sigo rompiendo los prospectos. Lo hago con rabia para que no puedan conmigo. Esta mañana, desde las 7, reflexiono sobre todo lo que he pasado y no sé si ha merecido la pena. Supongo que sí porque me encuentro mejor, pero tengo una suave tristeza que me invade en esta fresca mañana de verano en la que las hojas de los árboles se mueven a gran velocidad y las palomas me acompañan con sus sonidos.
Estoy cansado de ser un enfermo mental. Y estoy cansado de que me digan que lo soy. Los médicos dicen que esto ya es crónico, es decir, que lo “disfrutaré” toda la vida. Tengo 55 años y desde niño albergo problemas de nervios. Toda una vida. No es para echarlo de menos. Me siento algo solo y un poco vencido, pero con la moral paradójicamente alta y mirando al futuro con una cierta elegancia y una dubitativa actitud.
No sé qué ocurrirá de aquí hace adelante. Tengo cierta fe en un futuro cercano, pero sobre todo en un futuro inmediato: el día siguiente. Es decir, el día a día. No quiero ponerme metas más lejanas. Quiero vivir el momento y los momentos tal y como van transcurriendo. Y quiero seguir escribiendo mis libros, entre otras razones para sentirme útil y elevar mi autoestima. Quiero seguir viviendo solo. No quiero que los arpones del amor se claven más en mi alma. Estoy cansado de heridas que tardan mucho en cicatrizar haciendo bueno aquello del largo olvido del amor.

No ambiciono más. Vivir con dignidad y lentamente, sin prisas. Tocando una campana interior que me despierte y me mantenga alerta toda mi vida. Quiero creer en mí mismo y en mis acciones, y quiero dejar en mis libros la huella de lo que soy, de lo que fui. Y voy a seguir tomando la medicación porque como decía una enfermera de la Ura que ya no trabaja los medicamentos son parte de la comida diaria que debemos tomar. Será así, supongo, con un largo trayecto de escepticismo.
En fin: ésta es mi reflexión matinal en esta mañana de lunes. Buena forma de empezar la semana. Espero seguir como estoy y no dejar de luchar, aunque este verbo no le guste demasiado a mi psicóloga, pero no encuentro un verbo mejor para definir mi vivir diario.

Salud y suerte es lo que os deseo como siempre y hoy con más fuerza que nunca.


José Cuadrado Morales

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