lunes, 14 de noviembre de 2011

EL GENERAL

Todavía no había despuntado la mañana aunque a la hora que era faltaba poco para que rompiera el alba. La niebla se adueñaba del campo de batalla y los cuerpo se adivinaba como ligeras líneas en la bruma que apenas dejaba ver a tres metros de distancia. La sangre de los guerreros tenía el verde prado de un carmín púrpura que en la sima del valle se había convertido en un pequeño pantano. Los ladrones aprovechaba para robar a los muertos y moribundos sus ropas y útiles de valor antes de que pasaran a retiran a los heridos. Las aves de carroña también celebraban la quietud de los cuerpos y se beneficiaban con un festín.
El general quería pasearse por el campo de batalla. Quería ver la masacre con sus propios ojos. También quería saciar su sed de sangre. El olor de la muerte animaba a que su depredador despertara. Junto a él iba su lugarteniente y tres soldados de su guardia imperial. El día empezaba a romper por el este. Se veía en el horizonte el Lucero del Alba.
En principio, quiso adentrarse más en la tierra cobriza y empezó a bajar hacia lo más profundo del valle a lomos de su corcel blanco. Iba deleitándose con el mosaico de cuerpos esparcidos y amontonados que el paraje desolador le ofrecía, tan despacio que sus hombres le seguían a pies. Sin ningún respeto, pisaba con su caballo los cuerpos de los muertos sin que por ello afectara a la elegancia de su pasear. De repente, ordenó el alto, echó su capa hacía atrás, y de un salto bajo de su caballo blanco con patas rubí. Medía casi dos metros de altura y era de complexión fuerte. Una melena dorada le caía sobre los hombros. Parecía un dios griego.
Se quito la capa y sacó una daga de su bota de cuero.
Empezó a fijarse en los cadáveres que había amontonados a sus pies sin mostrar la más mínima indiferencia hacia ellos. Los observaba como el que mira una tormenta cuando le cubre un techo y no se moja Se agachó hacia el primero que vio que aún tenía un hilo de vida. Todavía le latía el corazón y los pulmones inhalaban un ahíto de aire. Le agarro por la cabellera. Lo puso mirando al suelo. Un vómito de sangre le llego a la garganta del moribundo manchando las botas del general. Este cogió su estilete y apretó con todas sus fuerzas en la nuca del agonizante soldado rematando lo que la Parca había dejado a medias. Sacó su estilete y lo limpió en su capa. Se puso de pie, satisfecho. Dio algunos pasos más en busca de otro al que darle el toque de gracia y lo encontró. Se agachó junto a él y, de la misma forma que al primero, lo cogió por la cabellera, le dejo libre la nuca y le hundió su daga, afilada fina como el diente de una loba. Así se saciaba de sangre el general después de las batallas. Sus hombres presenciaban las ceremonias impasibles.
Repitió la atrocidad hasta en una veintena de ocasiones. Siempre de igual manera. Comprobando si el moribundo aún vivía y luego sesgando la vida del desafortunado. Más placer le producía si, todavía, le quedaban fuerzas al infeliz para entonar un último grito por la vida, pidiendo auxilio, clemencia o un simple quejido al sentir la daga penetrar en su cuerpo. Pero ningún tipo de piedad hacía temblar la mano del general, manchadas de sangre.
Unas vez saciado su apetito, volvió a montar en su corcel blanco. Puso rumbo a su tienda, que estaba a apenas una legua de la sima del valle. Al paso lento de su caballo, seguía contemplando los cuerpos de los milicianos que yacían a centenares en las tierras, antes verdes y ahora púrpuras, en las que pastan las vacas en épocas de paz.
Al general le esperaba una copa de vino antes de entrar en su tienda. Ya era día claro. Una vez traspasadas las cortinas que tapaban el umbral de la entrada le esperaba otra realidad muy diferente.¿Cómo podía ser el mismo hombre el que ahora diera amor? Sus hijos, dos fornidos varones de corta edad, salían corriendo para recibir al padre que llegaba de la guerra. Riendo y buscando, con el juego y aspavientos, la complicidad de este.
Su esposa, mujer refinada y elegante, bañada y perfumada para él, ansiaba estrecharle entre sus brazos como pueril adolescente a su primer amor. El no veía el momento de verla a ella a solas y demostrarle el cariño con el que deseaba acariciar su piel sedosa, tersa y perfumada.
¿Tiene el hombre la capacidad de enseñar al monstruo y al ser divino en la misma persona? El general si era capaz.


La Pluma Negra

4 comentarios:

Anónimo dijo...

ufffff.
Buen relato. y muy buena pregunta final ¿y nosotros?.

URSM VIRGEN DEL ROCIO.

Esperanza dijo...

Pluma Negra no dejes de escribirnos estos relatos en el blog. Me encanta encontrármelos y aprovechar un ratito para leer tus historias. A mí también me gusta escribir, es como si me vaciara y me volviera a llenar. Cuando te venga una idea para escribir...atrápala no la dejes escapar. Pluma Negra...qué bien suena, me gusta!!!

Blog Unidad Rehabilitación Salud Mental Hospital Macarena dijo...

Querida esperanza nos encantaría poder publicar alguna de tus creaciones ¿Te animas? Sólo tienes que enviarnosla a nuestro correo. ¡ANIMATE!

Esperanza dijo...

Muchas gracias por la invitación.
Me encantaría. Mis historias son mis sentimientos. Un día de estos me animo!!!!